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Lost in Mongi

Cowboy de ciudad

Cowboy de ciudad

Una calle desierta. Un hombre solo ante el vacío. El silencio de un entorno enmudecido por la soledad. Éstas podrían ser las características de un western, pero cuando los atardeceres naranjas del desierto americano se tiñen del azul grisáceo de la lluvia parisina, surge una película como El silencio de un hombre.

No hacen falta caballos, praderas o bailarinas de cancán. El saloon es aquí un club nocturno, la muchacha inocente una femme fatale; sin embargo, sombreros y pistolas permanecen. Las calles vacías de París, sin apenas coches ni peatones, los suburbios en los que camina solitario Jef Costello, sirven para intuir un western trasladado al ámbito urbano. Un lugar tan desolado como el Oeste americano, en el que Costello se mueve como el tigre al que hace referencia la frase que abre la película: “La profunda soledad del samurái sólo es comparable a la de un tigre en la jungla”.

Pero no sólo del western bebe Jean-Pierre Melville. El silencio de un hombre también reúne las convenciones de un clásico del cine negro para adaptarlas a la vida de un moderno samurái. El director francés juega con los tópicos del género y los traslada a su relato sin caer en el maniqueísmo, gracias a su capacidad para llevar al espectador al terreno que quiere mostrarle, con una cámara que, a pesar de los artificios propios, explora el mundo de Costello de forma elegante y precisa, casi desnuda en su claridad expositiva.

Sin embargo, Melville no se adentra en la psicología de su personaje. Obliga al espectador a hacerlo gracias a la atmósfera de la que lo rodea. El blanco y negro del cine negro clásico está de alguna forma presente gracias a la utilización de los tonos azules y grises, que acentúan la frialdad y sobriedad de los espacios desnudos, vacíos de humanidad, por los que cabalga Costello. El sonido también juega un papel importante. Es esencial en la soledad del personaje, pero su fuerza es aún mayor cuando sólo se ve invadido por el canto del pájaro enjaulado en el apartamento de Costello. La música jazzística combina tanto con la intriga del relato policíaco como con la tragedia del personaje. Pero es, sobre todo, la ausencia de diálogos en la mayor parte de la película la que contribuye a que el espectador vislumbre el mundo interior de un Alain Delon que tanto sabe expresar en la pasividad de su rostro, aunque sea con la más gélida de las miradas. Conjugada con el maravilloso sentido del ritmo del que hace gala el relato, la atmósfera se convierte en el vehículo perfecto para contarnos una tragedia individual atrapada bajo las garras de la policía, la mafia y la existencia misma de un hombre.

De esta forma, Jean-Pierre Melville consigue integrar en medio de la investigación policíaca el retrato de un hierático asesino a sueldo que, a pesar de su frialdad y nihilismo, responde a un código de honor que le llevará a sucumbir en una emboscada preparada por él mismo. Código de honor tomado, en referencia al título original de la película –Le Samurai-, del código ético de los samuráis, el bushido. Gracias a él, Costello es fiel a sus principios, a su imagen de la vida e incluso a sí mismo; hasta el final. A pesar de la tragedia, el pesimismo y el fatalismo al que el personaje se ve abocado, al decidir su muerte, Costello consigue controlar su destino, ser dueño de sí mismo.

Decía Jean-Pierre Melville que un director de cine debía aportar su universo para ser considerado como tal. El silencio de un hombre es la prueba de que la mano de un autor es capaz de conjugar el cine negro clásico con un código de honor importado de Oriente; capaz de bucear en la psicología de un personaje a través de la puesta en escena; e incluso capaz de contarnos un western en un día de lluvia.

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