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Lost in Mongi

Ese oscuro objeto del deseo

Ese oscuro objeto del deseo

El cine nos tiene acostumbrados a un tipo de asesino frío, despiadado y calculador que siempre ha encontrado su mejor reflejo en ese Tom Ripley que en su día Patricia Highsmith creó. Y, aunque ya sea un viejo conocido, el que viene de la mano de Anthony Minghella es otro Ripley radicalmente opuesto, un pequeño infeliz que, presa de su arrepentimiento, sólo desearía poder borrarse a sí mismo.

El manido cliché de Ripley se reinventa ante nuestros ojos envuelto por los soleados paisajes de la dolce vita italiana. Una Italia, que como un personaje más, esconde unos secretos que poco a poco desean salir a la superficie, como la Madonna emergiendo del agua en un pequeño pueblo de la costa napolitana. Magnífico adaptador, Minghella cambia la pasión por los pinceles del Dickie Greenleaf de la novela de Highsmith por las seis canciones que éste sabe tocar con el saxofón. De esta forma, el jazz, excelente creador de atmósferas, se complementa con los hedonistas paisajes italianos como el escenario ideal para experimentar el deseo. Un deseo que se inscribe bajo el nombre de Dickie Greenleaf, un magnético Jude Law que, aunque eliminado tras la primera hora de metraje, no deja de revolotear en todo momento en la cabeza de Ripley, en nuestras cabezas. 

Y es que la avaricia que movía a los Ripleys anteriores se ve sustituida por el anhelo de este Ripley neonato por tantas y tantas cosas. Encaramado a la ventana de un mundo que ansía, pero del que se siente excluido, Ripley observa el lujo, el glamour, que se personifican en Dickie Greenleaf y Marge Sherwood. Y cuando la mentira está al alcance de su mano, no duda en cogerla para no quedar en evidencia, porque es más fácil fingir que admitir que lleva una chaqueta de Princeton prestada. Es por ello que el personaje interpretado por Matt Damon no es calculador, aunque sí ágil en sus decisiones, y si mata, y lo hace en tres ocasiones, no es de forma premeditada. Lo hace porque es la única manera de escapar de la vergüenza de ser un don nadie.

Por esa falta de frialdad han sido muchos los que han tirado piedras contra este nuevo Tom Ripley, muchos los que le han tachado de pelele y de homosexual confeso. Pero, fiel al espíritu de la novela, Minghella no ha caído en las papeletas fáciles y su personaje sigue siendo un ser complejo, que desea hasta el punto de no saber si quiere estar con Dickie Greenleaf o ser él. Ripley sólo busca amar y ser amado, cueste lo que cueste, y esquiva como puede los obstáculos del camino. Y en el deseo de Ripley no hay condición sexual. Su necesidad es tan radical que no le importa a quién ame o quién le ame; sólo trasciende el hecho, el triunfo de poseer ese sentimiento.

Y en la lucha por conseguir lo que más ansía, a Ripley siempre le quedará el miedo a destaparse como el tipo anodino que es de verdad. Así que cuando Dickie, en una barca en medio del Mediterráneo, le dice a la cara que ha percibido quién es, sabemos que no queda escapatoria. Y Ripley se ve abocado a matar para sobrevivir, porque en esa lucha sólo uno de los dos saldrá con vida –se antoja revelador el hecho de que el tema que abre la película se llame Lullaby for Cain, en clara alusión al episodio bíblico de Caín y Abel-. Y cuando le confunden con Dickie, la idea de suplantarlo llega a él por casualidad, como un juego en el que probó fortuna ya al principio de la película, y hace de Dickie el amigo que siempre quiso tener, la persona que quiso amar, el Dickie que le gustaría ser. El Ripley que no se odia a sí mismo.

De esta forma, Minghella sabe atrapar al espectador con maestría en la maraña que teje Ripley, logrando que sintamos pena por él, incluso con los crímenes que carga a sus espaldas. Maneja las sorpresas al más puro estilo hitchcockiano, hasta cuando creíamos que Ripley iba a zarpar hacia Grecia impune ante todos excepto Marge Sherwood. Y es que, al final del laberinto, Ripley se da de bruces con su propia trampa, con una realidad que le dice a gritos que nunca podrá dejar de ser él mismo.

Y cuando los espejos, los cientos de máscaras que Ripley ha intentado imponerse, se cierran para dejarlo solo ante sí mismo, El talento de Mr. Ripley se vuelve para nosotros un film rico, complejo y atrevido. Al final, sabemos que Ripley será castigado, pero no hace falta la justicia, ni real ni divina, para ello. Su castigo no es más que haberse aniquilado a sí mismo; ha aniquilado su oportunidad de amar y ser amado porque nunca más podrá ser su verdadero yo. Pero fue Ripley el que prefirió ser un falso alguien antes que un verdadero Don Nadie.

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