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Lost in Mongi

He got (rhythm)

He got (rhythm)

Pirata, actor, marinero... No importa. Con el permiso de Fred Astaire, Gene Kelly quedará impreso en las retinas de medio mundo como el Señor de los musicales, un galán de perpetua sonrisa y atléticas maneras. ’Si Fred Astaire es el Cary Grant del baile, yo soy Marlon Brando’, sentenciaba. Y así es: enérgico, masculino y un bailarín de raza, además de director y coreógrafo.

En 1951, un año antes de codirigir y protagonizar el que ha pasado a la historia como el mejor de los musicales, Cantando bajo la lluvia, Gene Kelly había alcanzado notoriedad en películas como Levando anclas o El pirata, con Judy Garland. Pero ese mismo año estrenaba Un americano en París, de la mano por tercera vez de Vincente Minnelli, convertida en uno de los musicales más premiados, exitosos y admirados de la Metro Goldwyn Mayer, y en la que el actor cruza el charco para encarnar a un despreocupado pintor en las calles bohemias de Montmartre. Aunque sin dinero y enamorado de la prometida de un amigo, Kelly pasea y danza risueño por un film que exalta el joie de vivre de un París de cartón piedra y technicolor reconstruido al milímetro en los estudios de la MGM en California.

Quizá el éxito de una película como Un americano en París resida, en buena parte, en el hecho de que el film olvidaba al completo la Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial, ofreciendo a los espectadores americanos un París con encanto de postal, romántico y acogedor, envuelto por la música del alabado George Gerswhin. Y Minnelli lo consigue sin recrearse en rutas turísticas: las pequeñas callejuelas del falso Montmartre le sirven como escenario cotidiano de canciones y bailes que surgen con espontaneidad, sin que resulte chocante mezclar el claqué con los croissants del desayuno. No hay espectacularidad en los números musicales; nacen en la calle, en las gargantas y las piernas de los protagonistas que se mueven al son de la música de una banda que parezca estar escondida tras un puente o a la vuelta de la esquina. Como recurso para evocar coreografías más coloristas y grandiosas, el director las filtra por la imaginación de sus personajes, provocando una sensación de armonía y coherencia con la realidad inofensiva que éstos viven. Ejemplo de ello es la magistral y pretenciosa secuencia musical de 17 minutos que cierra la película (1), un popurrí de un París impresionista -con referencias a Manet, Dufy o Toulouse-Lautrec- que surge del dibujo en un papel, y en el que Jerry, el personaje interpretado por Gene Kelly, vaga tras su amada Lise, a la que encuentra, seduce y pierde, tal y como le ha ocurrido en la realidad. Un sueño en el que la puesta en escena de Vincente Minnelli se hace patente en la fastuosidad del decorado, los movimientos de cámara y el rico colorido.

Minnelli aprovecha, además, la paleta de colores saturados para pintar las calles parisinas en vestidos, tiendas y objetos, como hará en otro de sus grandes títulos, Brigadoon. El director consigue así aportar aún más optimismo a su propuesta, en una ciudad ficticia y aislada de guerras, escasez e infelicidad.

Y así, con el optimismo, es como llegamos a la pega que hace que hoy, cincuenta años después de su estreno, Un americano en París se nos antoje cursi y facilona. Por todos es sabido que, en el género musical, la apariencia de realidad es lo menos importante (’Un musical es cualquier cosa... ¡menos realidad!’, que dijo Stanley Donen); si no, las canciones que celebran los buenos días o alaban el brillo de la cera de un coche no estarían justificadas. Como en una buena película de ciencia-ficción, el musical crea un mundo paralelo, una burbuja ajena a la realidad en la que la mayor consecuencia de un problema es un puchero y una canción triste. Un americano en París lleva este happy world hasta extremos casi infantiles, demasiado naïfs, demasiado artificiales, como si el lugar que nos presenta fuera el sitio mismo en el que nace el arco iris. Y es que resulta irónico que parezcan más naturales los números musicales que la vida cotidiana, una sucesión de situaciones y diálogos que resultan impostados, ayudado en gran parte por la pésima interpretación de la entonces debutante Leslie Caron. Sólo la sonrisa de Gene Kelly, aunque sea dormido, es lo que nos hace restar -mucha- importancia a los defectos... Who could ask for anything more?

(1) La secuencia costó medio millón de dólares y supuso un reconocimiento a la coreografía de Gene Kelly con un Óscar especial creado al efecto.

2 comentarios

Caperucita Rusa -

Claro que no! Es más, lo puse como guiño para ti :-D. Un petonet!

nora -

\"la sonrisa de Gene Kelly, aunque sea dormido...\"

jaja, Q BOOO! no te olvidas eh?

petons