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Lost in Mongi

Angustia vital

Angustia vital

Hay algo que separa a Umberto Domenico Ferrari del pseudónimo que Vittorio De Sica escogió para titular su película, Umberto D. Y ese algo es la dignidad, la idea de que con un nombre que parece emular al de un rey italiano desconocido podemos tomar a un personaje de una realidad uniformemente desdichada e individualizarlo, mostrando la historia de un hombre que lucha por no pasar de la pobreza a la vergüenza. Vergüenza ante todo de sí mismo.

Y es que, en Umberto D, la importancia del qué dirán es ínfima. De Sica parece atrapar el sentimiento de la época en una especie de falso documental sobre unas personas que intentan renacer, olvidar una guerra y luchar por una realidad más justa. Y no le importa pararse, con ellos, a reflexionar sobre los momentos que están viviendo, como una hormiga más que, desde la pared de la cocina, observa cómo María, la criada, pasa de moler el café a llorar como el que lo ha hecho muchas veces, por inercia. Pero el director italiano no se acerca a ellos desde la indignación, desde el punto de vista de un director que quiere mostrar los derechos que le están siendo negados a sus personajes. Lo hace provocando al espectador desde el sentimiento, que no sentimentalismo, para empatizar y compadecer a ese anciano jubilado al que sólo le queda la valiosa compañía de su perro, Flaik.

La prueba de que De Sica no cae en la exageración de lo sentimental es que muestra -o más bien intenta mostrar- las cosas tal y como son. Por ejemplo, en el momento en el que Umberto llama a la ambulancia, el director podría haber aprovechado la ocasión para crear una situación idónea para sacar el kleenex del bolsillo. Pero cualquier atisbo de falso drama se anula cuando es el propio Umberto el que, vestido con ese traje que denota que algún día fue alguien, se tumba en la camilla para que los enfermeros lo lleven al hospital.

Pero hay algo con lo que De Sica y su guionista habitual, Cesare Zavattini, parecieron no contar, y es que, cuando abocas al personaje a una angustia que da la impresión de no tener fin, ese efecto se traslada al espectador y se convierte en un arma de doble filo. Llega un momento del relato en el que muchos, entre los que me incluyo, desbordados no sólo por la angustia de la situación que envuelve a Umberto, sino por el modo en que De Sica nos la muestra, acaban deseando que Umberto acabe con su vida para librarse de ese horrible sentimiento. La historia va haciendo crecer unas expectativas que se rompen con ese happy end que poco tiene de happy: sabemos que, en cuanto acabe el juego entre Flaik y Umberto, todo volverá a ser como antes. Por ello, el final consigue un efecto que desmerece al resto y que no libera al que mira de esa angustia que se ha trasladado, como por arte de magia, desde Umberto hacia él.

Quizá en este final tenga mucho que ver el pensamiento cristiano que comparten tanto De Sica como Zavattini. Por todos es sabido que el suicidio es para la Iglesia católica una especie de falta de respeto a Dios como creador, así que esto parece justificar la decisión de que Umberto no acabe con su vida. Pero no logra que el espectador siga preguntándose: ¿por qué vivir una vida malvivida? Algo para lo que el cine no tiene respuesta. O quizá es eso lo que De Sica y Zavattini intentan, aportar su respuesta a esa pregunta: sólo la fuerza interior y la dignidad pueden luchar contra la adversidad de un mundo que no parece tener espacio para algunas personas como Umberto.

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