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Lost in Mongi

Uno de los nuestros

Uno de los nuestros

Fritz Lang aborda en M, el vampiro de Düsseldorf uno de sus temas predilectos y más recurridos: el drama del hombre acosado por la masa. En este caso, se inspira en un suceso de la época para realizar un exhaustivo relato sobre las investigaciones y los sentimientos que llevan a la sociedad en la que ataca un violador y asesino de niñas a perseguirlo para acabar con él. Y todo ello, sin concesiones: Lang no deja títere con cabeza en su estudio de la población alemana previa a la instauración del régimen nazi. Sólo hace falta fijarse en la ineptitud de la policía, la frialdad del hampa o las inocentes víctimas, esos niños que representan un futuro que se deja fácilmente embaucar por el caramelo que les promete el asesino, aquel que en un par de años respondería al nombre de Adolf Hitler.

La desesperación ante la pérdida de esa generación futura a manos de un violador tiene como consecuencia una angustia colectiva que deriva en pánico. El director vienés se detiene a retratar las diversas formas de afrontar la situación por parte de todos los actores de la sociedad. Hasta juega a revelarnos con anterioridad el rostro del asesino, sin recrearse en las expectativas que el espectador se ha formado para desvelarlo al final. La narración vaga en los primeros minutos sin un protagonista en el que anclarse, mostrando con suma elegancia el desarrollo de los hechos. Y es que Lang no toma por tonto al espectador; la pelota que rueda sin dueño o los patios vacíos de risas infantiles bastan para saber que el asesino ha vuelto a actuar.

Pero no es sólo digno de destacar en este film el profundo estudio sociológico que realiza. Lang hace explícita la cámara y dirige la mirada del espectador con maestría, con movimientos hasta la época casi impensables que nos hacen saltar de un espacio a otro y colarnos por la ventana a observar. Lang convierte al que mira en partícipe y juez de la historia que narra a través de la cámara. El montaje paralelo contribuye a crear un relato pormenorizado de todo cuanto va sucediendo, tomando incluso un cariz explicativo a la hora de mostrar los lugares a los que los personajes están haciendo alusión.

Además, Lang realiza un importante trabajo sonoro, al evitar su uso banal y supeditarlo a hechos concretos, donde el sonido cobra una vital importancia. No hay sonidos de sobra; todos están colocados en su justa medida porque para el director cada elemento de la banda sonora tiene una función concreta. Es el caso de la melodía que silba el asesino, que toma dos importantes funciones en el relato: por un lado, la de advertir al espectador de su presencia en la escena y, por otro, como elemento delator que hace que un vendedor de globos ciego reconozca al violador.

Todos los elementos confluyen en una magistral secuencia final en la que el hampa encierra al violador para juzgarlo antes de ejecutarlo. Es aquí donde se da el diálogo entre aquellos que quieren que el asesino sea sentenciado a la pena de muerte y el abogado de éste, que realiza un inteligente alegato que parece corresponderse con el pensamiento de Lang. Todo ello en un momento en el que destaca la brutal interpretación de Peter Lorre intentando defenderse de unos jueces que dudosamente están libres de culpa.

A pesar del sentido político que cobra según las diferentes perspectivas con las que puede abordarse, la película consigue convertirse en un profundo estudio de los mecanismos y pasiones que llevan al ser humano a unirse a la masa contra un individuo particular, además de conseguir uno de los propósitos de Lang con cada una de sus películas: hacer un documento histórico de la época en la que están enmarcados, algo que con M cobra una especial relevancia dados los hechos que se darán a continuación, con la subida al poder de Adolf Hitler y el genocidio a gran escala que éste realizará, aniquilando el futuro con la misma enfermedad que corroe al violador de niños de Düsseldorf: la necesidad de sentirse importante.

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