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Un mito de celuloide

Un mito de celuloide

Acercarse a una leyenda tan remota y trabajada como la del rey Arturo es, de primeras, una tarea complicada. Y aunque lo más sencillo hubiera sido escoger sólo un capítulo de la misma, la fascinación de John Boorman por el rey Arturo y el universo que lo rodea le hicieron decantarse por contar a grandes rasgos los episodios más recordados del mito, con el fin de conseguir una perspectiva épica de la película. Éste es, ciertamente, el error más significativo del film: las diversas elipsis que separan las etapas de la vida de Arturo no hacen más que distraer al espectador y perderlo en una serie de saltos temporales sólo justificados por la relevancia de estos capítulos en la vida del rey. De esta forma, lo que consigue Boorman es hacer confusos algunos aspectos de su film, como es el caso de la debilidad de Merlín ante Morgana. Sólo conocer a posteriori que Boorman tuvo que deshacerse de una escena en la que Merlín y Morgana hacían el amor hace comprensible la pérdida de juicio del sabio mago.

El comienzo del mito artúrico se remonta al siglo V, al comienzo de la Edad Media, una edad oscura de la que apenas se conservan documentos que ilustraran la vida de la época. Es por ello que Boorman decidió recurrir a un mundo visual y sonoro que responde al imaginario colectivo sobre la Edad Media, a pesar de que muchas de estas fuentes datan de los siglos XIX y XX. Éste es el caso de la música, en su mayoría de Richard Wagner, creador de la técnica del leitmotiv que en la película se utiliza hasta la saciedad, repitiendo los mismos temas para la batalla, los encuentros entre Ginebra y Lanzarote, las escenas de búsqueda del grial y las sucesivas apariciones de la espada.

Lo mismo ocurre con la ambientación y la fotografía, inspiradas en los prerrafaelitas y en el pictorialismo para reproducir la sensación de medievalismo necesaria para la evocación legendaria. Es así como encontramos claras alusiones a obras de Arthur Racham o Herbert Draper, que no sólo inspiran escenarios sino también escenas, como es el caso de uno de los más brillantes momentos de la película, en el que Perceval pende colgado de un árbol del que logra liberarse gracias a la espuela de un caballero muerto. Aunque el aspecto de las armaduras sirve para subrayar acertadamente las diferencias entre los personajes masculinos, el vestuario de las dos féminas protagonistas del film, Ginebra y Morgana, parece sacado de la mejor fiesta de disfraces de Halloween. Sólo basta percatarse del aspecto de groupie de Ginebra en su primera aparición en pantalla o la pinta de bruja de Blancanieves que luce Morgana durante la mayor parte de la película, que logra quedar relegada a un segundo plano gracias a la fuerza de la mirada de Helen Mirren.

En definitiva, quizá es éste el mejor resultado que se puede obtener del arduo trabajo de adaptar casi íntegramente una de las leyendas más socorridas de la historia. Pero es un arma de doble filo, porque la pretenciosidad de la obra no hace más que convertirse en su mayor lacra, tanto por la condensación de un relato tan extenso, como por la grandilocuencia y afectación de sus actores o los errores de una ambientación que tanto debe a otras fuentes.

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