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El amor es el delito

El amor es el delito

Dick Bogarde, en sus memorias, calificaba la película Víctima como “valiente, atrevida y arriesgada”. Y es que en 1961, año en que Basil Dearden llevó al cine este guión que nadie quería dirigir, la homosexualidad estaba penada en el Reino Unido con la cárcel y, a su alrededor, se creó una mafia de chantajistas que vivían de amenazar a los homosexuales con delatar su condición. Una situación como ésta convierte a Víctima en una de las primeras películas en abordar la homosexualidad de una manera abierta y la primera en recoger la palabra homosexual en la gran pantalla.

Pero contextos y repercusiones aparte, Víctima nos muestra a un abogado reputado, Melville Farr, intentando vengar el suicidio cuasi provocado (por la presión) de su ex amante, Boy Barrett. Pero Farr no lo hace desde una posición heroica. Un héroe podría ser aquel que no se equivoca en el momento en el que no puede equivocarse. Y Farr se equivoca al ignorar a Barrett en el momento en el que necesitaba ayuda, en el momento en el que le pide ayuda, intentando egoístamente darle de lado tanto a él como a su propia homosexualidad. Así, lo que en principio empieza como una expiación de la culpa que Farr siente, acaba convirtiéndose en una lucha, casi idealista, por destapar los chantajes a los que son sometidos los homosexuales, a pesar de que vaya a costarle su propia carrera y reputación. Ése es el sacrificio que debe hacer para limpiar de su conciencia el suicidio de Boy Barrett y acabar con una cadena de delitos que evidencian los errores del código penal británico.

A pesar de ello, ésta no es una película de alegatos y panfletos. Dearden lo hubiera tenido en la palma de la mano dado que el personaje que interpreta Bogarde es un abogado. Bastaba con convertir el film en un desfile de juicios y monólogos, pero Dearden lo evita, hasta el punto de que omite el juicio que se celebra para desenmascarar el chantaje.

Otro punto a favor de Víctima es que no es una película de personajes maniqueos, otro recurso en el que podía haber caído con facilidad. Ni santifica a los gays ni convierte en malvados a los heterosexuales. Como en todo, hay buenos y malos. Y si no, sólo hace falta fijarse en el gay que colabora con los chantajistas huyendo del escarnio público o el secretario de Farr, que acepta con toda la naturalidad del mundo la homosexualidad del abogado. El único que se libra de esta doble moral que impregna a la sociedad y, por ende, a los personajes de la película, es la víctima que le da título, Boy Barrett, que se suicida para proteger del chantaje a su amado Melville Farr.

Además, Dearden deja caer de forma sutil e inteligente ciertas ideas que el espectador puede cazar al vuelo. El mayor ejemplo de ello sería ese pequeño movimiento de cámara que nos lleva de la imagen del extorsionador de los homosexuales a un cuadro del David de Miguel Ángel que cuelga de su habitación, haciéndonos intuir que, en el colmo de la hipocresía, el propio chantajista es homosexual. También en este punto cobran importancia los laberínticos interiores plagados de puertas por las que los personajes entran y salen, como metáfora de esos mundos interiores inundados por los secretos y la represión.

Es todo esto lo que hace de Víctima un film que habría que rescatar del olvido en el que ha caído, no sólo por las evidentes cuestiones que van ligadas a la película por su contexto, sino por la atrevida apuesta por llevar esta situación al cine de una manera elegante, revestida de toques de cine negro y drama psicológico y con vistas a plasmar de la forma más fidedigna posible una realidad que estaba en las calles de Londres, desde mucho antes de 1961.

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