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Lost in Mongi

El patio de mi casa... no es como los demás

El patio de mi casa... no es como los demás

Como el juego infantil de un niño que curiosea lo que hacen sus vecinos, L.B. Jeffries, fotógrafo de profesión, aprovecha su momentánea invalidez para dirigir su mirada a cada una de las ventanas que conforman su patio. Y lo que empieza como una mera distracción lo acaba convirtiendo en un obseso que, con la obcecación de ese mismo niño, asegura que su vecino ha matado a su esposa.

Desde otro patio, pero esta vez de butacas, nosotros curioseamos, como él, en su vida privada. Porque esta historia no es más que un pretexto, y no de Jeffries, sino del propio Alfred Hitchcock, para llevar a la pantalla una de sus mayores perversiones, la del voyeur, aquella persona que disfruta contemplando las actitudes íntimas de otros. Y como detrás de cualquier hijo de vecino, nunca mejor dicho, hay un mirón, ¿acaso no somos nosotros mismos unos voyeurs cuando vamos al cine?

Quizá ése sea el motivo principal por el que una película como La ventana indiscreta nos encadene a la butaca como Jeffries a su silla de ruedas. Vemos y escuchamos lo mismo que él, encerrados en un escenario que no varía pero que no provoca claustrofobia, gracias a esa cámara que se mueve como lo hacen nuestros ojos, con una ligereza que nos hace olvidar que estamos viendo lo que nos muestra una máquina. Y es la inmovilidad la que provoca, en gran parte, el suspense del que Hitchcock es el más grande de los magos: si Jeffries no se puede mover, nosotros tampoco, y la impotencia de sabernos presos en la habitación no hace más que disparar la adrenalina.

Nos perturban, además, los ruidos de los coches, las canciones y las palabras que fortuitamente se cuelan por la ventana, porque como Fritz Lang, Hitchcock sabe manejar con maestría el sonido que proviene de fuera de nuestro campo de visión. Así, nosotros mismos, por empatía o por necesidad, no hacemos otra cosa que lo que hace Jeffries: estar atentos a cada ruido, a cada movimiento, para desenmascarar lo que está ocurriendo.

Pero Hitchcock dota de una problemática personal al propio Jeffries, personalizada en la figura de Lisa Freemont, de la que nos enamoramos desde que aparece por primera vez al verla a través de los ojos del director inglés. Lisa, modelo y diseñadora acostumbrada a ambientes elegantes y sofisticados, enamorada de Jeffries, parece la antítesis de lo que éste busca en una mujer, y es lo que se dice a sí mismo cada día, pero con sólo mirar por la ventana, puede contemplar los diferentes tipos de mujeres en los que Lisa se podría convertir (una solterona, una bailarina adulada por cientos de hombres, una esposa harta de su marido…). La propia Lisa, de forma inteligente, aprovecha las sospechas sobre Thorvald para demostrar a Jeffries que puede ser más intrépida de lo que él cree, al menos en apariencia (como ilustra el cómico final en el que intercambia la guía sobre el Himalaya que fingía estar leyendo por la revista Bazaar).

Y es que, en La ventana indiscreta, todo está planeado al detalle. No sólo por el hecho de que Hitchcock hiciera construir una réplica de un patio de vecinos del neoyorquino Greenwich Village para controlar cámara, iluminación, sonido y actores. Algo que en principio nos puede parecer que justifica el ansia que Jeffries tiene por observar su vecindario, como es su profesión de fotógrafo, no está más que diciéndonos que es un hombre acostumbrado a mirar, no a actuar. Es por ello que se comporta como un observador pasivo de los hechos y, por ejemplo, cuando su prometida Lisa Freemont accede al apartamento del asesino y éste la descubre, Jeffries no hace más que taparse los oídos e intentar dejar de ser partícipe de lo que está ocurriendo. Y que no nos quepa la menor duda de que la excusa para no tratar de impedirlo no es que sea incapaz de moverse; si hubiera dispuesto de todas sus facultades, habría hecho exactamente lo mismo.

 Además, en la historia de un fotógrafo que curiosea la vida de sus vecinos, tan importante como él, nuestro anclaje en la historia, nuestro punto de vista, es lo que mira. Por ello, el montaje se convierte en un instrumento primordial para conducir al espectador y, como un Kulechov del suspense, Hitchcock maneja nuestras emociones gracias a un plano al que añadimos un contraplano con un significado concreto.

En definitiva, La ventana indiscreta, va más allá de ser una película sobre un mirón hecha por otro mirón para una panda de mirones. Pero su mayor encanto reside en eso, en hacernos sentir que, desde nuestra butaca, en el patio desde el que observamos sus personajes, no somos más que niños jugando a curiosear, adultos mirando retales de las vidas de otros.

El amor es el delito

El amor es el delito

Dick Bogarde, en sus memorias, calificaba la película Víctima como “valiente, atrevida y arriesgada”. Y es que en 1961, año en que Basil Dearden llevó al cine este guión que nadie quería dirigir, la homosexualidad estaba penada en el Reino Unido con la cárcel y, a su alrededor, se creó una mafia de chantajistas que vivían de amenazar a los homosexuales con delatar su condición. Una situación como ésta convierte a Víctima en una de las primeras películas en abordar la homosexualidad de una manera abierta y la primera en recoger la palabra homosexual en la gran pantalla.

Pero contextos y repercusiones aparte, Víctima nos muestra a un abogado reputado, Melville Farr, intentando vengar el suicidio cuasi provocado (por la presión) de su ex amante, Boy Barrett. Pero Farr no lo hace desde una posición heroica. Un héroe podría ser aquel que no se equivoca en el momento en el que no puede equivocarse. Y Farr se equivoca al ignorar a Barrett en el momento en el que necesitaba ayuda, en el momento en el que le pide ayuda, intentando egoístamente darle de lado tanto a él como a su propia homosexualidad. Así, lo que en principio empieza como una expiación de la culpa que Farr siente, acaba convirtiéndose en una lucha, casi idealista, por destapar los chantajes a los que son sometidos los homosexuales, a pesar de que vaya a costarle su propia carrera y reputación. Ése es el sacrificio que debe hacer para limpiar de su conciencia el suicidio de Boy Barrett y acabar con una cadena de delitos que evidencian los errores del código penal británico.

A pesar de ello, ésta no es una película de alegatos y panfletos. Dearden lo hubiera tenido en la palma de la mano dado que el personaje que interpreta Bogarde es un abogado. Bastaba con convertir el film en un desfile de juicios y monólogos, pero Dearden lo evita, hasta el punto de que omite el juicio que se celebra para desenmascarar el chantaje.

Otro punto a favor de Víctima es que no es una película de personajes maniqueos, otro recurso en el que podía haber caído con facilidad. Ni santifica a los gays ni convierte en malvados a los heterosexuales. Como en todo, hay buenos y malos. Y si no, sólo hace falta fijarse en el gay que colabora con los chantajistas huyendo del escarnio público o el secretario de Farr, que acepta con toda la naturalidad del mundo la homosexualidad del abogado. El único que se libra de esta doble moral que impregna a la sociedad y, por ende, a los personajes de la película, es la víctima que le da título, Boy Barrett, que se suicida para proteger del chantaje a su amado Melville Farr.

Además, Dearden deja caer de forma sutil e inteligente ciertas ideas que el espectador puede cazar al vuelo. El mayor ejemplo de ello sería ese pequeño movimiento de cámara que nos lleva de la imagen del extorsionador de los homosexuales a un cuadro del David de Miguel Ángel que cuelga de su habitación, haciéndonos intuir que, en el colmo de la hipocresía, el propio chantajista es homosexual. También en este punto cobran importancia los laberínticos interiores plagados de puertas por las que los personajes entran y salen, como metáfora de esos mundos interiores inundados por los secretos y la represión.

Es todo esto lo que hace de Víctima un film que habría que rescatar del olvido en el que ha caído, no sólo por las evidentes cuestiones que van ligadas a la película por su contexto, sino por la atrevida apuesta por llevar esta situación al cine de una manera elegante, revestida de toques de cine negro y drama psicológico y con vistas a plasmar de la forma más fidedigna posible una realidad que estaba en las calles de Londres, desde mucho antes de 1961.

Angustia vital

Angustia vital

Hay algo que separa a Umberto Domenico Ferrari del pseudónimo que Vittorio De Sica escogió para titular su película, Umberto D. Y ese algo es la dignidad, la idea de que con un nombre que parece emular al de un rey italiano desconocido podemos tomar a un personaje de una realidad uniformemente desdichada e individualizarlo, mostrando la historia de un hombre que lucha por no pasar de la pobreza a la vergüenza. Vergüenza ante todo de sí mismo.

Y es que, en Umberto D, la importancia del qué dirán es ínfima. De Sica parece atrapar el sentimiento de la época en una especie de falso documental sobre unas personas que intentan renacer, olvidar una guerra y luchar por una realidad más justa. Y no le importa pararse, con ellos, a reflexionar sobre los momentos que están viviendo, como una hormiga más que, desde la pared de la cocina, observa cómo María, la criada, pasa de moler el café a llorar como el que lo ha hecho muchas veces, por inercia. Pero el director italiano no se acerca a ellos desde la indignación, desde el punto de vista de un director que quiere mostrar los derechos que le están siendo negados a sus personajes. Lo hace provocando al espectador desde el sentimiento, que no sentimentalismo, para empatizar y compadecer a ese anciano jubilado al que sólo le queda la valiosa compañía de su perro, Flaik.

La prueba de que De Sica no cae en la exageración de lo sentimental es que muestra -o más bien intenta mostrar- las cosas tal y como son. Por ejemplo, en el momento en el que Umberto llama a la ambulancia, el director podría haber aprovechado la ocasión para crear una situación idónea para sacar el kleenex del bolsillo. Pero cualquier atisbo de falso drama se anula cuando es el propio Umberto el que, vestido con ese traje que denota que algún día fue alguien, se tumba en la camilla para que los enfermeros lo lleven al hospital.

Pero hay algo con lo que De Sica y su guionista habitual, Cesare Zavattini, parecieron no contar, y es que, cuando abocas al personaje a una angustia que da la impresión de no tener fin, ese efecto se traslada al espectador y se convierte en un arma de doble filo. Llega un momento del relato en el que muchos, entre los que me incluyo, desbordados no sólo por la angustia de la situación que envuelve a Umberto, sino por el modo en que De Sica nos la muestra, acaban deseando que Umberto acabe con su vida para librarse de ese horrible sentimiento. La historia va haciendo crecer unas expectativas que se rompen con ese happy end que poco tiene de happy: sabemos que, en cuanto acabe el juego entre Flaik y Umberto, todo volverá a ser como antes. Por ello, el final consigue un efecto que desmerece al resto y que no libera al que mira de esa angustia que se ha trasladado, como por arte de magia, desde Umberto hacia él.

Quizá en este final tenga mucho que ver el pensamiento cristiano que comparten tanto De Sica como Zavattini. Por todos es sabido que el suicidio es para la Iglesia católica una especie de falta de respeto a Dios como creador, así que esto parece justificar la decisión de que Umberto no acabe con su vida. Pero no logra que el espectador siga preguntándose: ¿por qué vivir una vida malvivida? Algo para lo que el cine no tiene respuesta. O quizá es eso lo que De Sica y Zavattini intentan, aportar su respuesta a esa pregunta: sólo la fuerza interior y la dignidad pueden luchar contra la adversidad de un mundo que no parece tener espacio para algunas personas como Umberto.

El hombre del Oeste

El hombre del Oeste

En la inmensidad de Monument Valley, un vaquero camina solitario. No vemos su rostro, pero sabemos quién es. En el imaginario colectivo, la figura del cowboy estará, por siempre jamás, asociada a un nombre: John Wayne. Él es el Zeus de esa mitología inventada por y para los americanos, la cual conocemos como western.

Pero en Centauros del desierto John Wayne no es el héroe. Lucha en la guerra, cabalga durante años y salva a la chica, pero John Ford nos deja claro que alguien tan arrogante, testarudo y, sobre todo, racista, como Ethan Edwards no merece ser considerado como tal. Y nos lo demuestra cerrándole la puerta, literalmente, en las narices. Porque el héroe recibe los vítores y alabanzas por el triunfo, pero Ethan no. Llegó solo y se irá solo.

Ford supedita la puesta en escena, la planificación, a su historia. Una historia que sigue una estructura circular: la bella imagen de Martha Edwards abriendo la puerta de su casa, al contraluz, para recibir a su cuñado, se repite al final, cuando la señora Jorgensen abre la puerta para recibir a la ya no tan pequeña Debbie. Pero hay otro círculo que quizá pueda pasar más desapercibido. El gesto cariñoso con el que Ethan solía coger en brazos a su sobrina le sirve, como una especie de déjà vu, para recordar los motivos que le impiden matarla.Otro punto fuerte del film es la fotografía, de la mano de Winton C. Hoch, que viene a evocar la belleza y grandiosidad del desierto americano por el que campan Ethan y Martin Pawley, hijo adoptivo de su hermano después de que el propio Ethan lo salvara de los indios cuando era un niño. Las panorámicas de la cámara de Ford remarcan la horizontalidad del paisaje, jugando incluso a colocar a héroes y villanos en diferentes términos del mismo plano.

Pero si en algo reside la maestría de John Ford en Centauros del desierto es en su forma de susurrar al espectador aspectos ocultos de la trama mediante pequeños detalles, pequeños gestos. Sólo con contemplar el modo en que Martha acaricia la capa de Ethan al sacarla del arcón somos capaces de intuir que entre ellos hay más que una relación de cuñados. La dulzura con la que Ethan la besa en la frente no hace más que confirmar nuestra teoría. Ford no muestra, sugiere, y es algo que el espectador agradece. La actitud de Ethan al encontrar a Martha o a Lucy muertas sirve para hacernos a la idea de la imagen desgarradora que ha contemplado, de la violencia con la que han sido asesinadas, de que su muerte sirva como combustible para encender aún más su odio por el pueblo indio. No hace falta sangre, sabemos qué ve porque lo hemos visto muchas veces.

Además, Ford se vale de una serie de objetos recurrentes a lo largo de la película, empezando por la ya citada capa y pasando por la muñeca de trapo o la medalla que Ethan regala a Debbie. Incluso una carta, la única que Martin envía a Laurie en cinco años de ausencia, sirve como excusa para narrar, de forma paralela, las penurias de la pareja Ethan-Martin durante su segunda partida en busca de Debbie.

Y es en la relación entre Ethan y Martin donde podríamos encontrar la mayor debilidad de Centauros del desierto, porque durante los años que pasan siguiendo el rastro de la pequeña, Ethan parece seguir teniendo los mismo prejuicios hacia Martin, e incluso le trata con la misma prepotencia que el primer día. ¿Acaso recorrer todo el desierto americano, sus silencios, su escasez, no es suficiente para que dos hombres se conozcan y establezcan una relación de mínima intimidad? Está claro que, de vez en cuando, Ford levanta la capa de Ethan y nos deja ver algún recoveco del aprecio que siente hacia Martin, pero no es suficiente. Cinco años dan para mucho. El acierto está en que, a pesar de que Ethan ridiculice a Martin por no tener familia o ser pobre, el espectador sabe que el personaje interpretado por John Wayne se lleva la peor parte: a diferencia de éste, Martin sí podrá formar una familia.

Así, con la historia de este perdedor, John Ford nos narra un relato en el que los héroes no son tan héroes y los villanos no son tan villanos; en el que, con un poco de atención, nos regala significados ocultos en gestos y actitudes; en el que muchos ven el culmen de ese género que conocemos como western.

Volcano

Volcano

Don’t hold yourself like that
You’ll hurt your knees
I kissed your mouth, and back
And that’s all I need
Don’t build your world around
Volcanoes melt you down

What I am to you is not real
What I am to you, you do not need
What I am to you is not what you mean to me
You give me miles and miles of mountains
And I’ll ask for the sea

Don’t throw yourself like that
In front of me
I kissed your mouth, your back
Is that all you need?
Don’t drag my love around
Volcanoes melt me down

What I am to you is not real
What I am to you, you do not need
What I am to you is not what you mean to me
You give me miles and miles of mountains
And I’ll ask

What I give to you is just what I’m going through
This is nothing new, no, no just another phase of finding
what I really need is what makes me bleed
And like a new disease, she’s still too young to treat
Volcanoes melt you down
She’s still too young
I kissed your mouth
You do not need me

Arte vs. industria

Arte vs. industria

Desde el tren que entraba veloz en la estación de Lyon hasta el último movimiento de la varita mágica de Harry Potter han sido muchos los apelativos que se han dirigido al cine, muchos los derroteros por los que se ha querido encauzarlo. Muchos los que han visto en él una fábrica de sueños; otros tantos, de billetes verdes. Pero haciendo caso a eso que Riccioto Canudo dijo sobre que el cine es el séptimo arte, son muchos los que han atentado contra esta concepción durante este siglo y una década de existencia. Y eso es lo que nos viene a mostrar Carles Benpar en este ensayo audiovisual en el que los cineastas derrotan por k.o. a los magnates.

El porqué de esta victoria está en la firme decisión de Benpar de mostrar sólo un lado del combate. Durante los cien minutos de proyección vemos desfilar a Stanley Donen, Milos Forman o Woody Allen, pero nuestra ansia de réplica en boca de un Ted Turner o cualquier otro titán de la televisión o la publicidad no se ve satisfecha en ningún momento. Benpar da sólo voz a aquellos que han sufrido en sus carnes el autoritarismo de un medio o magnate que se cree dueño de las obras que ellos crearon, como artistas, como autores. Pero entre tanta estrella y discurso memorizado, a veces da la impresión de que Cineastas contra magnates pretende ser, más que una reivindicación necesaria por parte de unos artistas, una bonita exposición de las caras conocidas que pueden conseguirse con un arduo esfuerzo de producción.

A pesar de ello, la virtud indiscutible de una pieza como Cineastas contra magnates es su capacidad para sacar a la palestra una serie de hechos que han vulnerado los derechos morales de tantos y tantos autores. Como dice Woody Allen en el film, a nadie se le ocurriría hacer manualidades con un Picasso alegando que lo ha comprado y le pertenece. Pero parece ser que, para la sociedad en general, esto no es lo mismo que colorear El halcón maltés o desvirtuar el formato de El hombre del Oeste. Benpar instruye aquí al espectador sobre unos acontecimientos que en su mayoría desconoce y que, seguramente, cambiarán su opinión sobre hechos que, con el tiempo, ha aceptado como convencionales. Pero quizá la forma en que lo hace no sea la más acertada. La decisión de colocar a una mujer florero como hilo de cohesión de las anécdotas que componen el film no parece resultar más que un gancho para cierto público que podría sucumbir ante lo denso de lo narrado o la excusa perfecta para que algunos directores disfruten con la presencia de su interlocutora. Además, el hecho de buscar acontecimientos en la historia de los tiempos que puedan ligarse a la trama del documental es en sí un acierto, pero verlos representados como un capítulo de Érase una vez el hombre no hace más que conseguir que el espectador se sienta tomado por un alumno de instituto. Y es que Benpar se olvida, en ocasiones, de que el público no necesita comer puré; sabe masticar él solito.

De todas formas, estos asuntos no quitan el mérito a Cineastas contra magnates, ya que hace una reivindicación cuanto menos necesaria sobre una manipulación de la que no sólo salen mal parados los creadores objeto de ella, sino también el espectador, que ni siquiera es consciente del engaño.

Y no todo acaba aquí. La duración del material al finalizar el rodaje excedía las tres horas, así que Benpar promete volver con una segunda parte, Cineastas en acción, centrada sobre todo en las denuncias y movilizaciones llevadas a cabo por los cineastas reivindicando sus derechos.

Cowboy de ciudad

Cowboy de ciudad

Una calle desierta. Un hombre solo ante el vacío. El silencio de un entorno enmudecido por la soledad. Éstas podrían ser las características de un western, pero cuando los atardeceres naranjas del desierto americano se tiñen del azul grisáceo de la lluvia parisina, surge una película como El silencio de un hombre.

No hacen falta caballos, praderas o bailarinas de cancán. El saloon es aquí un club nocturno, la muchacha inocente una femme fatale; sin embargo, sombreros y pistolas permanecen. Las calles vacías de París, sin apenas coches ni peatones, los suburbios en los que camina solitario Jef Costello, sirven para intuir un western trasladado al ámbito urbano. Un lugar tan desolado como el Oeste americano, en el que Costello se mueve como el tigre al que hace referencia la frase que abre la película: “La profunda soledad del samurái sólo es comparable a la de un tigre en la jungla”.

Pero no sólo del western bebe Jean-Pierre Melville. El silencio de un hombre también reúne las convenciones de un clásico del cine negro para adaptarlas a la vida de un moderno samurái. El director francés juega con los tópicos del género y los traslada a su relato sin caer en el maniqueísmo, gracias a su capacidad para llevar al espectador al terreno que quiere mostrarle, con una cámara que, a pesar de los artificios propios, explora el mundo de Costello de forma elegante y precisa, casi desnuda en su claridad expositiva.

Sin embargo, Melville no se adentra en la psicología de su personaje. Obliga al espectador a hacerlo gracias a la atmósfera de la que lo rodea. El blanco y negro del cine negro clásico está de alguna forma presente gracias a la utilización de los tonos azules y grises, que acentúan la frialdad y sobriedad de los espacios desnudos, vacíos de humanidad, por los que cabalga Costello. El sonido también juega un papel importante. Es esencial en la soledad del personaje, pero su fuerza es aún mayor cuando sólo se ve invadido por el canto del pájaro enjaulado en el apartamento de Costello. La música jazzística combina tanto con la intriga del relato policíaco como con la tragedia del personaje. Pero es, sobre todo, la ausencia de diálogos en la mayor parte de la película la que contribuye a que el espectador vislumbre el mundo interior de un Alain Delon que tanto sabe expresar en la pasividad de su rostro, aunque sea con la más gélida de las miradas. Conjugada con el maravilloso sentido del ritmo del que hace gala el relato, la atmósfera se convierte en el vehículo perfecto para contarnos una tragedia individual atrapada bajo las garras de la policía, la mafia y la existencia misma de un hombre.

De esta forma, Jean-Pierre Melville consigue integrar en medio de la investigación policíaca el retrato de un hierático asesino a sueldo que, a pesar de su frialdad y nihilismo, responde a un código de honor que le llevará a sucumbir en una emboscada preparada por él mismo. Código de honor tomado, en referencia al título original de la película –Le Samurai-, del código ético de los samuráis, el bushido. Gracias a él, Costello es fiel a sus principios, a su imagen de la vida e incluso a sí mismo; hasta el final. A pesar de la tragedia, el pesimismo y el fatalismo al que el personaje se ve abocado, al decidir su muerte, Costello consigue controlar su destino, ser dueño de sí mismo.

Decía Jean-Pierre Melville que un director de cine debía aportar su universo para ser considerado como tal. El silencio de un hombre es la prueba de que la mano de un autor es capaz de conjugar el cine negro clásico con un código de honor importado de Oriente; capaz de bucear en la psicología de un personaje a través de la puesta en escena; e incluso capaz de contarnos un western en un día de lluvia.

Por una cucharada de sopa

Por una cucharada de sopa

Hablar de una película como El acorazado Potemkin no sólo es referirse a un panfleto que narra una serie de hechos de vital importancia para la historia de Rusia, exaltados como propaganda de una utópica revolución. Tras casi tres décadas de plagios y experimentos, un nuevo concepto de cine emergió conquistando hasta a los más rígidos regímenes políticos, entre ellos el recién nacido comunismo. Papá Lenin ya apuntó a la importancia del cine como instrumento para su revolución. De este interés por el poder de la imagen en movimiento, surgió una camada de cineastas que dotaron al cine de una base teórica y experimental. Por ello, hablar de El acorazado Potemkin es también referirse a la culminación de las diversas teorías que Sergei Mijhailovich Eisenstein vino desarrollando desde el nacimiento del nuevo lenguaje cinematográfico parido por Griffith.

Gracias a la admiración por el director de Intolerancia, los soviéticos se hicieron con una serie de herramientas discursivas que enfocaron a disposición de una idea: formar la conciencia revolucionaria de los espectadores. Así nació el concepto del cine de masas, alejado del aire burgués que impregnaba los films de Griffith. Un cine concebido como elemento educativo, social y artístico a la vez, tres puntos que encontramos claramente reflejados en El acorazado Potemkin.

La película fue un encargo del gobierno comunista para conmemorar los veinte años del primer intento de revolución contra la monarquía zarista. Así, ilustra al espectador tratando un tema histórico y experimentando, a su vez, con un nuevo lenguaje, el cinematográfico, que explota gracias a la importancia de la que dota al montaje. Y es que éste sirve a Eisenstein como herramienta para dotar a su película y a su revolución de un tono épico y romántico que magnifica a lo7ys buenos y convierte en despiadados a los malos. El director usa los primeros planos para escoger a diversos personajes entre la masa con los que hacer identificarse al espectador, y gracias a las sombras y a ciertos encuadres, deshumaniza a los oficiales del Potemkin o a los cosacos de las escaleras de Odessa. Gracias a un uso inteligente de los recursos con los que cuenta, Eisenstein alecciona al público con la idea de una revolución en la que, a pesar de los mártires y los caídos, ganan los buenos, y éstos no son otros que el pueblo, la masa, la auténtica protagonista de esta historia.

Pero si hay algo que resulta emocionante en El acorazado Potemkin es caer en la cuenta de que Eisenstein, a pesar de formar parte de un grupo al que se ha venido a etiquetar como formalistas, se está anticipando a lo que veinte años después harán Rossellini o De Sica. Y es que cabe hacerse la pregunta: ¿es Eisenstein uno de los padres del Neorrealismo?

Para empezar, para el rodaje de El acorazado Potemkin, Eisenstein contó con actores no profesionales, recurso del que se sirvieron los directores neorrealistas. Este hecho dota a la historia de un gran realismo en ambos casos, y en el que nos ocupa, muestra unos rostros marcados por la realidad del trabajo duro, motivo que hace al espectador empatizar con unos personajes que concibe como verosímiles. Además, Eisenstein rodó en exteriores, aprovechando los escenarios reales en el caso de las escaleras de Odessa, en una época en la que el cine se realizaba en los estudios. Y allí permaneció hasta que no aparecieron los neorrealistas y volvieron a sacar las cámaras a la calle. El cineasta soviético realizó también investigaciones para acercarse a la realidad del Potemkin y la matanza de Odessa de 1905, a pesar de que la película muestra un triunfo revolucionario alejado de los hechos históricos. Incluso hay otro punto que relaciona a Eisenstein con los neorrealistas: el guión. Para él, el guión debía ser sólo un esquema argumental, pues la creación de la película surgía en el rodaje y podía darse la improvisación. Este es un concepto que tomaron los directores italianos de la segunda mitad de los años 40 para realizar sus representaciones del mundo.

Por todo esto, El acorazado Potemkin podría considerarse una película que, desde las teorías formalistas, intenta aproximarse a una idea de realidad que, para Eisenstein, estaba impresa en el film gracias a la espontaneidad de la masa. Y es que, a pesar de los experimentos de montaje y de los elementos al servicio de la idea de revolución, El acorazado Potemkin produce una sensación a la que hacía referencia el teórico Jean Mitry: la impresión de que la realidad se esconde al costado de la pantalla, atrapada en las tensiones visuales contenidas en el cuadro.

Uno de los nuestros

Uno de los nuestros

Fritz Lang aborda en M, el vampiro de Düsseldorf uno de sus temas predilectos y más recurridos: el drama del hombre acosado por la masa. En este caso, se inspira en un suceso de la época para realizar un exhaustivo relato sobre las investigaciones y los sentimientos que llevan a la sociedad en la que ataca un violador y asesino de niñas a perseguirlo para acabar con él. Y todo ello, sin concesiones: Lang no deja títere con cabeza en su estudio de la población alemana previa a la instauración del régimen nazi. Sólo hace falta fijarse en la ineptitud de la policía, la frialdad del hampa o las inocentes víctimas, esos niños que representan un futuro que se deja fácilmente embaucar por el caramelo que les promete el asesino, aquel que en un par de años respondería al nombre de Adolf Hitler.

La desesperación ante la pérdida de esa generación futura a manos de un violador tiene como consecuencia una angustia colectiva que deriva en pánico. El director vienés se detiene a retratar las diversas formas de afrontar la situación por parte de todos los actores de la sociedad. Hasta juega a revelarnos con anterioridad el rostro del asesino, sin recrearse en las expectativas que el espectador se ha formado para desvelarlo al final. La narración vaga en los primeros minutos sin un protagonista en el que anclarse, mostrando con suma elegancia el desarrollo de los hechos. Y es que Lang no toma por tonto al espectador; la pelota que rueda sin dueño o los patios vacíos de risas infantiles bastan para saber que el asesino ha vuelto a actuar.

Pero no es sólo digno de destacar en este film el profundo estudio sociológico que realiza. Lang hace explícita la cámara y dirige la mirada del espectador con maestría, con movimientos hasta la época casi impensables que nos hacen saltar de un espacio a otro y colarnos por la ventana a observar. Lang convierte al que mira en partícipe y juez de la historia que narra a través de la cámara. El montaje paralelo contribuye a crear un relato pormenorizado de todo cuanto va sucediendo, tomando incluso un cariz explicativo a la hora de mostrar los lugares a los que los personajes están haciendo alusión.

Además, Lang realiza un importante trabajo sonoro, al evitar su uso banal y supeditarlo a hechos concretos, donde el sonido cobra una vital importancia. No hay sonidos de sobra; todos están colocados en su justa medida porque para el director cada elemento de la banda sonora tiene una función concreta. Es el caso de la melodía que silba el asesino, que toma dos importantes funciones en el relato: por un lado, la de advertir al espectador de su presencia en la escena y, por otro, como elemento delator que hace que un vendedor de globos ciego reconozca al violador.

Todos los elementos confluyen en una magistral secuencia final en la que el hampa encierra al violador para juzgarlo antes de ejecutarlo. Es aquí donde se da el diálogo entre aquellos que quieren que el asesino sea sentenciado a la pena de muerte y el abogado de éste, que realiza un inteligente alegato que parece corresponderse con el pensamiento de Lang. Todo ello en un momento en el que destaca la brutal interpretación de Peter Lorre intentando defenderse de unos jueces que dudosamente están libres de culpa.

A pesar del sentido político que cobra según las diferentes perspectivas con las que puede abordarse, la película consigue convertirse en un profundo estudio de los mecanismos y pasiones que llevan al ser humano a unirse a la masa contra un individuo particular, además de conseguir uno de los propósitos de Lang con cada una de sus películas: hacer un documento histórico de la época en la que están enmarcados, algo que con M cobra una especial relevancia dados los hechos que se darán a continuación, con la subida al poder de Adolf Hitler y el genocidio a gran escala que éste realizará, aniquilando el futuro con la misma enfermedad que corroe al violador de niños de Düsseldorf: la necesidad de sentirse importante.

Un mito de celuloide

Un mito de celuloide

Acercarse a una leyenda tan remota y trabajada como la del rey Arturo es, de primeras, una tarea complicada. Y aunque lo más sencillo hubiera sido escoger sólo un capítulo de la misma, la fascinación de John Boorman por el rey Arturo y el universo que lo rodea le hicieron decantarse por contar a grandes rasgos los episodios más recordados del mito, con el fin de conseguir una perspectiva épica de la película. Éste es, ciertamente, el error más significativo del film: las diversas elipsis que separan las etapas de la vida de Arturo no hacen más que distraer al espectador y perderlo en una serie de saltos temporales sólo justificados por la relevancia de estos capítulos en la vida del rey. De esta forma, lo que consigue Boorman es hacer confusos algunos aspectos de su film, como es el caso de la debilidad de Merlín ante Morgana. Sólo conocer a posteriori que Boorman tuvo que deshacerse de una escena en la que Merlín y Morgana hacían el amor hace comprensible la pérdida de juicio del sabio mago.

El comienzo del mito artúrico se remonta al siglo V, al comienzo de la Edad Media, una edad oscura de la que apenas se conservan documentos que ilustraran la vida de la época. Es por ello que Boorman decidió recurrir a un mundo visual y sonoro que responde al imaginario colectivo sobre la Edad Media, a pesar de que muchas de estas fuentes datan de los siglos XIX y XX. Éste es el caso de la música, en su mayoría de Richard Wagner, creador de la técnica del leitmotiv que en la película se utiliza hasta la saciedad, repitiendo los mismos temas para la batalla, los encuentros entre Ginebra y Lanzarote, las escenas de búsqueda del grial y las sucesivas apariciones de la espada.

Lo mismo ocurre con la ambientación y la fotografía, inspiradas en los prerrafaelitas y en el pictorialismo para reproducir la sensación de medievalismo necesaria para la evocación legendaria. Es así como encontramos claras alusiones a obras de Arthur Racham o Herbert Draper, que no sólo inspiran escenarios sino también escenas, como es el caso de uno de los más brillantes momentos de la película, en el que Perceval pende colgado de un árbol del que logra liberarse gracias a la espuela de un caballero muerto. Aunque el aspecto de las armaduras sirve para subrayar acertadamente las diferencias entre los personajes masculinos, el vestuario de las dos féminas protagonistas del film, Ginebra y Morgana, parece sacado de la mejor fiesta de disfraces de Halloween. Sólo basta percatarse del aspecto de groupie de Ginebra en su primera aparición en pantalla o la pinta de bruja de Blancanieves que luce Morgana durante la mayor parte de la película, que logra quedar relegada a un segundo plano gracias a la fuerza de la mirada de Helen Mirren.

En definitiva, quizá es éste el mejor resultado que se puede obtener del arduo trabajo de adaptar casi íntegramente una de las leyendas más socorridas de la historia. Pero es un arma de doble filo, porque la pretenciosidad de la obra no hace más que convertirse en su mayor lacra, tanto por la condensación de un relato tan extenso, como por la grandilocuencia y afectación de sus actores o los errores de una ambientación que tanto debe a otras fuentes.

Oculto en las sombras

Oculto en las sombras

Decía Paracelso que el contagio de una enfermedad es mental. Y, como tal, los relatos vampíricos se han ido extendiendo desde aquel Drácula de Bram Stoker que Murnau pretende no plagiar con su Nosferatu. Pero hay algo que diferencia a la obra del maestro alemán del resto de los films sobre bebedores de sangre: lo parezca o no, el Nosferatu de Murnau es una obra-panfleto, la propaganda de un grupo ocultista sediento de que sus ideales cuajaran en la desestructurada mentalidad del alemán de la posguerra. Y quizá sea eso lo que hace grandiosa esta propuesta: su capacidad de deslumbrarnos con un simbolismo sutilmente escondido en la naturaleza, en el realismo de lo oscuro en lo cotidiano.

Y sólo alguien como Murnau y su destreza para trabajar con lo que muchos han llamado pintura en movimiento podría ser capaz de integrar elementos del romanticismo y el expresionismo con el naturalismo de los paisajes por los que campa Hutter hasta llegar al castillo del Conde Orlock. Murnau se deleita en los exteriores, como un Fiedrich o un Turner jugando a colocar criaturas fantásticas en las montañas checoslovacas. Y en una historia tan siniestra como ésta, la luz juega un papel importante. El contraluz se convierte en algo sombrío, el lugar en el que se oculta el mal. La sabiduría está en la luz, en el terreno diurno al que Nosferatu no puede acceder. En la luz blanca del camisón con el que Ellen espera el regreso de su amado. Sólo cuando el mal, la sombra, penetra en lo luminoso, muere. La luz gana a la oscuridad y el no saber se convierte en sabiduría, mientras Nosferatu desaparece en una nube de humo que denota su existencia como cuerpo astral, según los ocultistas. Un cuerpo astral que se crea a través de los pensamientos de los individuos. Y parece que las ideas paracelsianas han cuajado en nuestro siglo: ya no quedan falanges para contar las veces que se ha invocado a Nosferatu, Drácula o Lestat en la historia del cine y en el imaginario fílmico de cualquier ciudadano de a pie. Pero ninguno como este vampiro que asusta sin sangre, este Max Schreck capaz de aterrorizar con una sombra proyectada en la pared.

Serán muchas las veces y diversas las formas en las que se revisite el género vampírico, pero ninguna tendrá la magia de esta primera incursión, despojada de inocencia, atrevida hasta para romper las reglas de una saga creada a partir de la larga sombra del señor de la noche más famoso de todos los tiempos.

Rufus Wainwright

A sus 30 años y a pesar de tener nombre de perro, hay algo que define a Rufus Wainwright, y para Caperucita Rusa ese algo se llama talento. Cantautor y poseedor de una voz absolutamente desgarradora, Caperucita descubrió a Rufus hace tres años en el delicioso tema La complainte de la butte, en la banda sonora de Moulin Rouge. Caperucita indagó más y más y averiguó que esa voz hermosa con nombre de chucho había participado en muchas más bandas sonoras, entre ellas las de Shrek (con el cover de un tema de Leonard Cohen, Hallelujah), Un papá genial o Yo soy Sam (versionando uno de los mejores temas de los Beatles, Across the Universe). Caperucita descubrió también tres joyas musicales, tres discos cargados de melancolía, amor y un sinfín de experiencias personales, con una serie de arreglos que hacían de la música de Rufus algo completamente inimaginable y cautivador.

Rufus Wainwright


Así que, después de tres años, Rufus es Caperucita y Caperucita es Rufus. Se han fusionado a través de la música y sienten a través del oído y de las canciones más hermosas que Caperucita pudo imaginar: nombres como Vicious world, Go or go ahead, Natasha, Greek Song o Barcelona forman parte ya de la vida de Caperucita. Y hay sitio para más... Ella sólo está esperando a que lleguen.

Pssssssssfffffffffssssss

No soy nada. Ya no existo. Como tantas otras, he dejado mis restos en los vasos vacíos de las casas y los bares. He pasado pruebas, cientos de experimentos, y he vivido atrapada en mi sobre de color verde esperanza. Pero ahora me han empujado al abismo; he oído las voces mandando callar para contemplar mi caída. He sentido mi cuerpo desprenderse, poco a poco, como dolorosos susurros, y un silencio atronador cuando todo ha acabado. ¿Por qué tanta crueldad? Nunca he hecho daño a nadie. De todos modos, sé que, a pesar de tanto tiempo de encierro y sufrimiento, sacrificar mi vida no ha sido en vano. Seré importante; he ayudado a alguien. He sido una fugaz Teresa de Calcuta, pero blanca, redonda, suave. Nunca nadie debió de creer que una aspirina podría hacer tanto.
Con todo mi cariño para mi mejor aliada...

Pssssssssfffffffffssssss

Hay un lugar

Un lugar...


Hay un lugar cerca de tus manos donde es imposible resistirse a volverse niño y dragón de cuento, que duermen sobre sus tesoros, con aliento de fuego y sonrisa en los labios. Hay un lugar cerca de tu espalda lleno de estrellas. Tú, distraída, lo tapas a veces con tu ropa o tus ganas de nada, pero mis manos siempre las rozan al abrazarte. Hay un lugar cerca de tu corazón donde soy mesa y caricia por debajo mía, que me roza los pies y me hace reír. Y yo, deslumbrado por la luz de tu oriente, viajo por dunas y caderas, como tuareg sediento que sigue la luz de tus ojos, con la vana esperanza de encontrar, en un lugar cerca de tu mejilla, un oasis de agua y besos.
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Getting Lost with Caperucita Rusa

Getting Lost with Caperucita Rusa

La excusa perfecta para perderse por Mongi con Caperucita Rusa. Mongi es mi paraíso, Caperucita mi alter ego...