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Lost in Mongi

Cine

French Pie

French Pie

Últimamente se ha abierto un pequeño debate sobre si las películas deben ser juzgadas también por sus pretensiones o, más bien, por las pretensiones de sus autores. Con justicia, una película debe ser valorada como una obra en sí misma, como 120 minutos aproximados de imágenes y sonido ensamblados conformando un mensaje, una obra de arte o un divertimento, más allá de las circunstancias que la rodeen. Pero esto se antoja difícil cuando su autor no parece más que un miembro de esa plaga de niñatos/as que, enfundados en sus gafas de pasta, ropa de rayas y/o lunares y pantalones andrajosos -pero Levis-, se erigen como cálices de talento y originalidad cuando lo único que poseen es el ego y los medios suficientes para hacer cine.

Aunque no lleve gafas de pasta y en vez de Levis vista de Marc Jacobs, éste es el caso que nos ocupa y responde al nombre y apellido de Sofía Coppola. Sí, Sofi es hija de su archi-conocido papá -Francis Ford Coppola, para servirles-; Sofi ha visto mucho cine; Sofi tiene buen gusto y un envidiable catálogo de fuentes en su cabeza a la hora de trasladar una historia a la gran pantalla; y sí, lo sabemos, a Sofi le gustan, entre otros,  Antonioni y Godard, por si no había quedado claro ya que Sofi es una intelectual. Hasta ahora nos habíamos tragado esa imagen, proclamándola nuevo estandarte del supuesto cine indie, pero con su última película, de nombre María Antonieta, Sofía Coppola ha enseñado la patita bajo la falda de marca. Porque no nos engañemos... Si Sofi no se llamara como se llama y llevara por nombre, por ejemplo, el de Amy Heckerling, María Antonieta sería catalogada como una adaptación de Fuera de onda (Clueless, 1995) en el siglo XVIII: una película para adolescentes americanos transportada desde el insti a la corte francesa, que tiene más glamour que las high schools californianas. Y mejor aún, precediendo a una revolución, lo cual implica que sabemos de historia y somos super listos.

Bromas aparte, es del todo lícito que, para Sofía Coppola, sea más interesante retratar el suplicio que suponía escoger un par de zapatos para la reina antes que mostrarnos su muerte a manos del pueblo francés en la guillotina. Ahí radica la cuestión: la directora ha optado por mostrar la cotidianidad, la dificultad del día a día para una adolescente en la corte, para una extranjera en la corte, para una reina sin descendencia en la corte. Y pretende guiarnos por sus aposentos olvidando que el espectador, por pura inercia, busca metas que respondan a sus expectativas. Es tanta la confianza que Coppola deposita en su buen hacer como narradora de imágenes que consigue olvidarse de que pretende contar algo, y la historia acaba diluyéndose en un esteticismo puramente hedonista. Hasta más allá de la primera hora de película todo gira en torno a la no-consumación del matrimonio de María Antonieta y, cuando esto sucede, nos quedamos cojos, sin saber qué esperar -aparte de la consabida pena de muerte para la monarca-. A partir de ahí todo es superficialidad: moda de la mano de un peluquero gay -¿¿??-, estancias bucólicas en una casita de campo -cuya realización parece calcada del anuncio del perfume Pleasures de Estée Lauder-, y juerga a ritmo de New Order o Bow Wow Wow -como si la Coppola hubiera descubierto América cuando muchos recordamos cómo la simpática pero criticada Destino de Caballero (Brian Helgeland, 2001) trasladaba canciones de Queen o Thin Lizzy a la Europa medieval del siglo XIV-, para acabar con el desmoronamiento de la corte francesa y la huida de Versalles, omitiendo todo lo acontecido después. Como la propia Sofía Coppola, inteligentemente, afirma, "eso pertenecería a otra película".

La apuesta está clara: la cineasta pretende dar su visión de la vida de Madame Déficit, aunque para ello tenga que pasar por alto datos históricos -como el hecho de que María Antonieta tuviese cuatro hijos y no dos- o alejarse de la epopeya histórica que podría esperarse de una película de época. Ése es el acierto de Sofía Coppola: la facilidad con la que desprende a María Antonieta de su lugar en la historia y la despoja de la rigidez y el maniqueísmo del mito, convirtiéndola en una niñata adolescente que debe reinar un país. Y a pesar de lo caprichoso de la reina y de su fama de despilfarradora frente a un pueblo hundido en la miseria, es tanto el cariño con el que la retrata Coppola que queda exenta de maldad hasta en los momentos en los que se refiere despectivamente al pueblo -siendo un poco maliciosos, podemos pararnos a pensar por qué empatizará tanto con la monarca...-. Como marioneta en manos de la cineasta, la María Antonieta de Sofía Coppola se mueve cómodamente por unos conceptos visuales que, a pesar de lo barroco y recargado de la dirección artística -lógicamente, debido a la época retratada- y de su inspiración en el imaginario y colorística de pintores como Antoine Watteau o Elisabeth Louise Vigée Le Brun, remiten a una manera de filmar contemporánea, muy influenciada por la realización publicitaria y alejada del clasicismo con el que, años atrás, se habría abordado esta adaptación. Sin dejar de lado el guiño recurrente a sus fuentes cinematográficas -como las repetidas miradas a cámara de la reina intrepratada por Kirsten Dunst-. Y lo que es más importante aún: una visión fácilmente identificable con quien firma la película, lo que suma puntos a Sofía Coppola en su status de autora, aunque la calidad de sus obras vaya disminuyendo desde su primera y brillante película, Las vírgenes suicidas.

Aciertos y desaciertos aparte, María Antonieta ha venido a convertirse en una de esas películas de extremos que se aman o detestan con la misma pasión o violencia. Las conclusiones que se puedan sacar de un film como éste serán pues, de todas las formas y colores, tanto si son sobre la reina o sobre la directora, porque Sofi nunca pasa desapercibida. Pero si hay algo que queda claro es que, si María Antonieta fuese reina a día de hoy... sería con toda probabilidad directora de cine.

Autofelicitación

A mí, por mis 1500 pelis en Film Affinity...

 

Con las 2000 toca celebración por todo lo alto Burla.

Marcial Freymann - L'artista a la boira

He got (rhythm)

He got (rhythm)

Pirata, actor, marinero... No importa. Con el permiso de Fred Astaire, Gene Kelly quedará impreso en las retinas de medio mundo como el Señor de los musicales, un galán de perpetua sonrisa y atléticas maneras. ’Si Fred Astaire es el Cary Grant del baile, yo soy Marlon Brando’, sentenciaba. Y así es: enérgico, masculino y un bailarín de raza, además de director y coreógrafo.

En 1951, un año antes de codirigir y protagonizar el que ha pasado a la historia como el mejor de los musicales, Cantando bajo la lluvia, Gene Kelly había alcanzado notoriedad en películas como Levando anclas o El pirata, con Judy Garland. Pero ese mismo año estrenaba Un americano en París, de la mano por tercera vez de Vincente Minnelli, convertida en uno de los musicales más premiados, exitosos y admirados de la Metro Goldwyn Mayer, y en la que el actor cruza el charco para encarnar a un despreocupado pintor en las calles bohemias de Montmartre. Aunque sin dinero y enamorado de la prometida de un amigo, Kelly pasea y danza risueño por un film que exalta el joie de vivre de un París de cartón piedra y technicolor reconstruido al milímetro en los estudios de la MGM en California.

Quizá el éxito de una película como Un americano en París resida, en buena parte, en el hecho de que el film olvidaba al completo la Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial, ofreciendo a los espectadores americanos un París con encanto de postal, romántico y acogedor, envuelto por la música del alabado George Gerswhin. Y Minnelli lo consigue sin recrearse en rutas turísticas: las pequeñas callejuelas del falso Montmartre le sirven como escenario cotidiano de canciones y bailes que surgen con espontaneidad, sin que resulte chocante mezclar el claqué con los croissants del desayuno. No hay espectacularidad en los números musicales; nacen en la calle, en las gargantas y las piernas de los protagonistas que se mueven al son de la música de una banda que parezca estar escondida tras un puente o a la vuelta de la esquina. Como recurso para evocar coreografías más coloristas y grandiosas, el director las filtra por la imaginación de sus personajes, provocando una sensación de armonía y coherencia con la realidad inofensiva que éstos viven. Ejemplo de ello es la magistral y pretenciosa secuencia musical de 17 minutos que cierra la película (1), un popurrí de un París impresionista -con referencias a Manet, Dufy o Toulouse-Lautrec- que surge del dibujo en un papel, y en el que Jerry, el personaje interpretado por Gene Kelly, vaga tras su amada Lise, a la que encuentra, seduce y pierde, tal y como le ha ocurrido en la realidad. Un sueño en el que la puesta en escena de Vincente Minnelli se hace patente en la fastuosidad del decorado, los movimientos de cámara y el rico colorido.

Minnelli aprovecha, además, la paleta de colores saturados para pintar las calles parisinas en vestidos, tiendas y objetos, como hará en otro de sus grandes títulos, Brigadoon. El director consigue así aportar aún más optimismo a su propuesta, en una ciudad ficticia y aislada de guerras, escasez e infelicidad.

Y así, con el optimismo, es como llegamos a la pega que hace que hoy, cincuenta años después de su estreno, Un americano en París se nos antoje cursi y facilona. Por todos es sabido que, en el género musical, la apariencia de realidad es lo menos importante (’Un musical es cualquier cosa... ¡menos realidad!’, que dijo Stanley Donen); si no, las canciones que celebran los buenos días o alaban el brillo de la cera de un coche no estarían justificadas. Como en una buena película de ciencia-ficción, el musical crea un mundo paralelo, una burbuja ajena a la realidad en la que la mayor consecuencia de un problema es un puchero y una canción triste. Un americano en París lleva este happy world hasta extremos casi infantiles, demasiado naïfs, demasiado artificiales, como si el lugar que nos presenta fuera el sitio mismo en el que nace el arco iris. Y es que resulta irónico que parezcan más naturales los números musicales que la vida cotidiana, una sucesión de situaciones y diálogos que resultan impostados, ayudado en gran parte por la pésima interpretación de la entonces debutante Leslie Caron. Sólo la sonrisa de Gene Kelly, aunque sea dormido, es lo que nos hace restar -mucha- importancia a los defectos... Who could ask for anything more?

(1) La secuencia costó medio millón de dólares y supuso un reconocimiento a la coreografía de Gene Kelly con un Óscar especial creado al efecto.

Born to be wild

Born to be wild

En plena guerra de Vietnam, en plena década de revoluciones y de avances, dos macarras en moto trazaron un camino que recorría no sólo América, sino también la situación de una generación desorientada. De una América joven que quería evolucionar mientras otros se reían a sus espaldas. Los encargados de hacerlo: Dennis Hopper y Peter Fonda, en labores interpretativas, así como de dirección, guión y producción. El resultado: un film que permanece más por lo que intentó ser que por lo que es en realidad.

¿Por qué? Porque en Easy Rider se percibe un punto de descontrol, de prueba, por un éxito que se le quedó grande. Con un guión simple y repetitivo -las escenas de carretera se suceden con acampadas junto a la hoguera, cinco en total-, y una puesta en escena experimental -los planos enfocando al sol, recurso utilizado hasta la saciedad, los parpadeos entre escenas-, Easy Rider parece vagar con sus protagonistas, con un objetivo y una idea claros, algo que se hace evidente en ciertos puntos de la historia en los que se siente una ideología detrás, pero sin saber muy bien cómo manipular los elementos a su alcance. Aunque dados los problemas en el rodaje, tanto de producción como de sobriedad, es fácil entender por qué se les escapó de las manos.

Aun así, el éxito de Easy Rider radica en que, a pesar de todo lo anterior, consigue lo que se propone: retratar una juventud que busca, entre burlas e insultos, un destino al que aferrarse en unos Estados Unidos que ya no conocen. Para ello qué mejor que una road movie, un viaje por la geografía de la América profunda -incluyendo iconos como Monument Valley- y por las inquietudes de personas que, como ellos, quieren volver a empezar con su nueva visión de la sociedad. El género sirve como la excusa perfecta para recurrir a la música, que cobró una importancia vital en la década de los sesenta como vía de escape y protesta. The Byrds, Steppenwolf o The Jimi Hendrix Experience acompañan a los motoristas, de nombre Wyatt y Billy -lo que nos lleva claramente a Wyatt Earp y Billy el Niño, personajes ya mitológicos del western-, en su recorrido al Mardi Gras de Nueva Orleans. Dos forajidos que cabalgan sus Harley-Davidson en un viaje por el territorio desconocido del Sueño Americano.

Easy Rider tampoco escapa a simbolismos e interpretaciones, como el ya citado nombre de los protagonistas, la poca importancia del tiempo en su trayecto -Wyatt tira su reloj al comenzar el viaje- o la sombra de la muerte, presente en un flash-forward que anticipa el destino de los muchachos cuando Wyatt lee en el burdel una inscripción que reza que la muerte sólo cierra la reputación de un hombre y la determina como buena o mala. Incluso los miembros de la comuna hippie aseguran haber sembrado sus semillas, y no sólo a lo que a la huerta se refiere. Wyatt muestra, desde el principio, su admiración por aquellos que pueden vivir de la tierra, con la independencia de los que no necesitan del Estado para sobrevivir. Y tampoco pasa desapercibido George Hansen, un atípico abogado encarnado por Jack Nicholson, que filosofa como quien no quiere la cosa sobre una América hipócrita que está siendo manipulada por sus dirigentes y que teme a Wyatt y Billy por lo que representan: la libertad. Ese temor es el que les llevará a morir en una carretera perdida, como tantos otros que murieron en Vietnam o tratando de hacerse un hueco entre las falsas esperanzas que les prometía su país. Parece así, la muerte, la única manera de ser libre, de escapar de las garras de un sistema que sesga de raíz los horizontes de un nuevo modo de vida.

Se antoja extraer del mensaje de Easy Rider una apuesta también por las nuevas generaciones de cineastas, por aquellos que luchan por mostrar nuevas formas e historias que plasmar en imágenes y a los que esta película dejará la puerta abierta. De aquí devino el llamado NeoHollywood de Scorseses, Coppolas o Allens. Así que, a pesar del guión y la estética simplista y de que, a día de hoy, casi cuarenta años atrás, no seamos capaces de percibir su frescura o atrevimiento de igual manera, hay mucho que agradecerle a Easy Rider, porque gracias a ella otros tantos motoristas pudieron continuar el camino hacia un nuevo Hollywood.

La vida es sueño

La vida es sueño

Tendemos a tomar por más real aquello que es ficción. Nos emociona más una película que un informativo. Incluso, cuando soñamos, somos más sinceros y hacemos las cosas que realmente queremos hacer. Y aunque seamos conscientes de esa realidad que encierra todo sueño y toda ficción, tendemos a separarlos en mundos opuestos que parecen tener prohibido tocarse. Pero hay una frontera en la que realidad y ficción conviven, y allí se sitúa Vivir rodando, segunda obra del antes director de fotografía de Jim Jarmusch, Tom DiCillo. Una película que juega con metaficciones, con metarrealidades, con nuestra percepción de sueño y vida, realidad y ficción.

Vivir rodando nos sitúa ante el mismo día de rodaje pero visto de tres formas distintas. En la primera de ellas, nos sumergimos en el sueño del director frustrado, interpretado por Steve Buscemi, un cuento donde la realidad es en blanco y negro y la ficción viste llamativos colores. La segunda ocasión nos lleva a la mente de la actriz (Catherine Keener), donde blanco y negro y color funcionan al contrario. Por último, en la realidad, donde el equipo trabaja para filmar una escena que remite a un sueño, todo es en color, aunque no por ello menos falso y artificioso. Porque las realidades ocultas que hemos conocido a través de los sueños enmudecen por miedo a salir a la superficie en la vida real. Así, el director tiene que tragar con las ínfulas de sus estrellas como puede, además de acallar la atracción que siente hacia su actriz. Entonces ¿qué es real y qué es ficción? ¿Acaso no es más real lo que hemos visto en sueños?

DiCillo no escatima el proyecto y aprovecha para dar su visión sobre ese mundo del cine que fue el causante de que una película como Vivir rodando tuviera que ser sufragada por él y buena parte del equipo, en labores de interpretación, guión y producción. Y el acierto es que no teme en lanzar dardos también contra sí mismo, autoparodiando e ironizando el cine independiente y arremetiendo contra el star-system que quiere participar en él porque da buena imagen. Nos presenta el cine como una ciencia nada exacta, un arte en el que el azar tiene un hueco importante para que todo funcione bien. Aunque seamos conscientes de que se hace un cine de grandes superproducciones, Vivir rodando apela a una concepción del cine como un arte que se puede hacer en minúsculas, aunque sólo haya ganas y no medios. Y aunque no lo pretenda, de alguna manera, la película idealiza el cine, sobre todo para aquéllos a los que nos ha tocado el gusanillo alguna vez.

Vivir rodando juega con dobles y triples sentidos y eso la convierte en una película rica en lecturas e interpretaciones. Tras un siglo de existencia, cada día cobra más importancia esa frase que dice que a veces el cine es más real que la vida misma. Y aunque hacer cine es un sueño barato y una realidad muy cara, siempre se ha dicho que, con esfuerzo, los sueños pueden hacerse realidad. Por lo menos para seguir rodando, en ambos sentidos.

They can't take Shakespeare away from him

They can't take Shakespeare away from him

Antes de que el musical volviera a ponerse de moda en los últimos años, Kenneth Branagh dirigió una película de la que hoy pocos se acuerdan. Y como era de esperar, no iba a hacerlo sin su querido William Shakespeare. Así que qué mejor que coger la obra Trabajos de amor perdidos y echarla a la batidora con las canciones de Porter, Gerswhin o Berlin y los números musicales de Esther Williams, todo ello aderezado con un toque de los años treinta, Europa y la Segunda Guerra Mundial. El resultado: un encantador musical fácil de digerir, con regusto a clásico y a melancolía de tiempos dorados, los del teatro isabelino y el cine musical.

En sucesivas ocasiones había demostrado Branagh su talento para adaptar los textos shakespearianos a la gran pantalla sin fracasar en el intento (Henry V, Mucho ruido y pocas nueces, Hamlet), contando con el beneplácito de crítica y público. Pero con Trabajos de amor perdidos se atrevió a ir un poquito más allá, combinando su amor por el escritor y los musicales clásicos de Hollywood. Y al riesgo de Branagh no le falta inteligencia: entre soneto y soneto, las canciones vienen como anillo al dedo para cada situación, cada emoción, cada momento. Nos enamoramos con Cheek to Cheek, bailamos al ritmo de I won’t dance, decimos adiós escuchando They can’t take that away from me. En la Navarra de cuento que recrea la película, William Shakespeare y Cole Porter eran vecinos.

Branagh además se reserva, cómo no, un papel en la película, perfecto para bailar, cantar y recitar los monólogos de Shakespeare como sólo él sabe hacerlo. No está solo; le acompañan actores jóvenes más y menos consagrados (desde Alicia Silverstone o Natasha McElhone a Alessandro Nivola y Adrian Lester) y otros curtidos en el teatro, como Nathan Lane o Timothy Spall. Una compañía que combina los versos y el claqué lo mejor que puede, pero sin perder la frescura y la gracia en ningún momento.

A pesar de que parece destinada a caer en el olvido, Trabajos de amor perdidos, sin grandes pretensiones, mira con melancolía a una época en la que el amor era en technicolor y se recitaba en verso al ritmo de pasos de baile. Y aunque sea en un tiempo y un espacio ficticios, ¿por qué no intentar hacerlo perdurar con notas, palabras y celuloide?

Purpurina filosófica

Purpurina filosófica

Al principio de los tiempos, los seres humanos eran de tres géneros: andróginos, femeninos y masculinos, y vivían en un estado de eterna felicidad. A pesar de ello, su insolencia les llevó a no querer honrar a los dioses y, como castigo, fueron partidos en dos. Los de naturaleza masculina -los hijos del Sol- se convirtieron en homosexuales; los de naturaleza femenina -los hijos de la Tierra-, lesbianas; y los de naturaleza andrógina -los hijos de la Luna-, heterosexuales. Como recuerdo del atrevimiento, los dioses dejaron una marca en los seres humanos, el ombligo.

Este mito, expuesto por Platón en su Symposium, advertía a la humanidad del peligro de desobedecer a los dioses, especialmente a Eros. Y para honrar a Eros, debemos encontrar nuestra otra mitad, para volver al estado primigenio de eterna felicidad.

Aunque no lo parezca, ésta es la base del musical Hedwig and the angry inch, y sirve no sólo como trasfondo para una de sus canciones, sino como el recorrido argumental que sigue el protagonista, Hedwig, un transexual alemán que canta en clave de rock los avatares de su vida, paralela a la historia de su país natal. Hansel -que tomó el nombre de su madre, Hedwig, con el cambio de sexo-, hijo de un soldado americano y una alemana, nació el día en que se instauró el muro de Berlín alrededor de la parte oriental de la ciudad, donde el pequeño vivía. Atraído por la cultura occidental, acabó casándose con otro soldado americano que insistió en su cambio de sexo para poder salir de Berlín Oriental (de la operación quedó la pulgada enfadada -angry inch- que da nombre a la banda de Hedwig). El día en que el soldado dejó a Hedwig por un jovencito, el muro de Berlín cayó, y Hedwig se encontró solo y con una nueva personalidad a punto de nacer, como la nueva Alemania. Intercalando los trabajos de niñera con su emergente figura como estrella del rock -algo así como Farrah Fawcett con el maquillaje de Divine y un toque de Marlene Dietrich-, conoció a Tommy, un adolescente ingenuo y algo freak, al que instruye en la música y el sexo. La historia de amor entre Hedwig y Tommy es lo que nos lleva hasta la situación actual: Hedwig, de gira con su banda, contempla cómo su antiguo pupilo triunfa como copia del Billy Corgan de Smashing Pumpkins utilizando para ello sus canciones. Quizá esto no tendría mayor importancia si Hedwig no hubiera encontrado en Tommy a su otra mitad -había en sus ojos (...) la misma tristeza que en los míos-, según el mito del origen del amor de Platón.

Hedwig y Tommy

Y el drama se tiñe de musical  para narrarnos toda esta historia, donde los flashbacks son actuaciones en una marisquería y las letras de las canciones los recuerdos de Hedwig. El musical ha sido, durante todo su recorrido por la historia del cine, la representación de un happy world hecho de melodías que aplacaban cualquier tipo de tristeza o desavenencia, pero Hedwig no es una fantasía de brillantina e invulnerable felicidad. Aunque humor no le falta, Hedwig and the angry inch es un drama narrado con notas musicales; una historia de amor, pero de amor triste, de irrealización, desesperación por saber que no basta encontrar a la otra mitad para alcanzar la felicidad eterna. No podremos volver a ser uno. Hedwig lo intenta, y en su fracaso se transforma en su ser amado. Trata de alcanzar el amor desde ambos lados, y es entonces cuando cae en la cuenta de que los dos lados están ya en él.

Las representaciones musicales de Hedwig and the angry inch no entran en un mundo paralelo dominado por la música en el que los personajes parecen bailar sin justificación -excepto quizá en el número Wig in a box, que es más una especie de divertido videoclip-. Aun así, cobran fuerza por la carismática figura de Hedwig y lo extravagante de la puesta en escena de lo que nos cuenta. Bajo el maquillaje, la mirada de John Cameron Mitchell como director, guionista y protagonista, se convierte en el talismán de esta obra de teatro llevada al cine. Su toque fresco y genuino en cada uno de estos departamentos convierte a Hedwig en todo un descubrimiento, en todos los sentidos.

Sólo los dispuestos a bucear en la supuesta superficialidad que confiere el toque kitsch -en la película uno de los elementos que más atractiva la hacen-, descubrirán un film que se atreve hasta el punto de mezclar rock con Platón, amor con filosofía, hombres y mujeres en un solo cuerpo.

Aunque la mona se vista de seda...

Aunque la mona se vista de seda...

Hoy día, cuando se traslada a la gran pantalla un best seller legendario como Orgullo y prejuicio de Jane Austen, que ya ha sido revisado cientos y cientos de veces, cobra más importancia el nombre y apellidos de los actores que le pondrán cara que el propio texto adaptado. Hoy día, esas mismas adaptaciones, pueden acabar convirtiéndose en simples vehículos para las estrellas de turno, o en pruebas de fuego para demostrar que, más allá del éxito comercial, hay chicha. Y Lizzie Bennett, uno de los roles femeninos más importantes de la literatura, es un bombón que en las manos inadecuadas, se derrite fácilmente, llevándose con él media película.

Éste es exactamente el caso de Keira Knightley, actriz encumbrada al star system desde aquel encantador Quiero ser como Beckham. Y es que, a mi juicio -y creo que sólo a mi juicio, porque por mucho que rastree en busca de una crítica negativa todo el mundo parece estar embelesado por los encantos de la susodicha-, Keira tiene un problema. Por mucho que los vestidos, peinados, diálogos y personajes varíen, cuando una actriz recurre a las mismas muecas, las mismas miradas, los mismos recursos fáciles -pasando todos ellos por poner morritos y hacerse la interesante-, el espejismo se rompe y lo que vemos pasa de ser ficción a un teatrillo en el que los sentimientos no importan y cada gesto de la Lizzie Bennett de Keira Knightley pasa por un ’¿estaré saliendo guapa?’. Sólo cuando el orgullo de la propia Lizzie -sospechosamente parecida a la Jo de Mujercitas que, años atrás, interpretó Winona Ryder (los abrigos de hombre, el peinado)- empieza a disiparse al descubrir al verdadero Mark Darcy, Keira deja entrever que, con esfuerzo, puede conseguir que el espectador se identifique con su personaje, siempre que no le parezca demasiado tarde y pueda creer que, en el siglo XIX, las mujeres eran como escuálidas top models.

Sin embargo, Keira no ha tenido tan mala fortuna con el espléndido elenco que la rodea, empezando por su partenaire Mark Darcy, un Matthew Macfadyen que, con sólo una mirada, es capaz de definir toda la tragedia interior de su personaje. Lástima que Keira no haya podido heredar el talento interpretativo de sus padres en la ficción, Brenda Blethyn y Donald Sutherland, o incluso de esa gran Judi Dench capaz siempre de hacer inolvidable un escueto papel.

Se sustenta Orgullo y prejuicio en los actores, pero centrar nuestra atención en ellos no evita que percibamos la torpe dirección de Joe Wright, empeñado en mostrar más que sugerir, hasta límites exagerados: esos zooms o planos detalles de los síntomas del enamoramiento quitan la gracia y emoción de cazarlos al vuelo, con la elegancia del que los deja caer sin remarcarlos.

Aun así, Orgullo y prejuicio tiene su encanto, pero eso quizá no es mérito de la película, su director o su protagonista, sino nada más y nada menos que de Jane Austen.

La cuadrilla de los seis

La cuadrilla de los seis

Lejos de los casinos de Las Vegas y de la mano de José María Forqué, Atraco a las tres se sustenta gracias al rat pack cañí que se decide a robar en el banco en el que ellos mismos trabajan, emulando más al Atraco perfecto de Kubrick que a la cuadrilla de Lewis Milestone. Y, ¿apreciamos la diferencia entre Frank Sinatra y José Luis López Vázquez? ¿O Angie Dickinson y Gracita Morales? Claro que sí. Cuando el Martini se vuelve orujo y el caviar un cocido madrileño, estamos hablando del glamour castizo.

En una España cerrada al exterior, el star system de Hollywood parece habitar en un lugar más allá del Sistema Solar, y qué mejor que mirar a la tierra, a la calle, al español medio, para retratarlo como es. Así surge esa galería de personajes con los que muchos se identifican, se ríen o fantasean con la rutina, en un mundo irreal donde las vedettes seducen a torpes empleados de banco y los intentos de robo quedan impunes. Y cada uno cumple su rol, claro desde el ágil comienzo de la película. Aunque es, quizá, viéndola desde los ojos del que ha visto pasar más de cuarenta años de cine desde su estreno, cuando detectamos los tics y el encasillamiento de sus actores. Porque, a día de hoy, ¿quién no ríe sólo con escuchar la voz aguda de Gracita Morales? ¿O al ver la cara de paleto de Alfredo Landa? Sin embargo, esto no resta atractivo a Atraco a las tres, simplemente lo reafirma, como oportunidad de ver a este grupo de grandes del cine español en una película que se convierte en su mejor vehículo de lucimiento.

Y aunque Forqué maneje a sus criaturas por los nudos de esta comedia de enredos a las mil maravillas, Atraco a las tres parece haber perdido buena parte de su frescura pasado este tiempo, después de tantos robos, después de tanta picaresca, después de tanta torpeza made in Spain. Sólo remontar la vista atrás sirve para dar fe de su importancia en la comedia española, un paso de gigante hacia la ironía y el sarcasmo ante una sociedad poco alentadora, más aún para la cultura. Resulta así curioso encontrar cómo la película toma prestados ciertos estereotipos del cine negro o la comedia física para trasladarlos a la España franquista. Ejemplo de ello es esa pseudo femme fatale en la que deriva la Enriqueta de Gracita Morales o el intento de Groucho Marx que representa José Luis López Vázquez, así como las situaciones que nos recuerdan a tantos episodios del cine mudo.

Pero lo que salva a Atraco a las tres es que no pretende ser una comedia blanca sobre un intento fallido de robo por la inutilidad de sus ladrones. Aprovecha la ocasión no sólo para dar crédito de una época, sino para criticar, de forma sutil -dado que había una censura que evadir- todo lo criticable de la misma. Con una frase como ’más vacas y menos pantanos’, la película ya daba su pequeño latigazo al régimen, logrando que los censores ni se inmutaran. En un lugar como un banco, donde el capitalismo puro y duro prima, los personajes no se preocupan del dinero con la avaricia del que desea enriquecerse a toda costa. No hay cabida para el egoísmo porque desde un primer momento surge la idea de repartir el bote y el dinero vendría a cubrir las necesidades básicas de los personajes, aunque soñar es gratis y piensen en probables caprichos. Porque Forqué deja claro que, a pesar de sus puestos de trabajo, ninguno de los seis puede presumir de una boyante situación económica, lo cual da fe de la situación real de la España de los 60, huyendo del costumbrismo y el folklore de los films anteriores.

Por méritos propios, Atraco a las tres se ha convertido en un referente en la cinematografía española, no sólo por su propuesta por intentar hacer un cine de calidad huyendo del españolismo chabacano, sino porque, al fin y al cabo, está hablando de nuestros abuelos, de los amigos de nuestros abuelos, de los vecinos de los amigos de nuestros abuelos; de gente cercana y honrada que, por necesidad, se ve obligada a aparcar lo éticamente correcto para enfrascarse en el escurridizo robo a un banco. Y es que, en todo drama, siempre hay un toque de comedia, aunque sea castiza.

La eterna tragedia

La eterna tragedia

Si hay algo que consigue el proyecto conjunto sobre los atentados del 11 de septiembre es que no deja indiferente a nadie. Pero, especialmente, hay uno que se presta a un comentario distinto, y ése es el dirigido por Sean Penn. ¿Por qué? Porque trata desde la intimidad de un pequeño relato de ficción el impacto que tuvo el atentado del 11 de septiembre sobre un conmovedor Ernest Borgnine (con muchas implicaciones detrás), mientras que gran parte de las propuestas se centra en la reivindicación o el recuerdo.

El corto nos muestra la rutina de un anciano que vive anclado en el recuerdo de su mujer muerta, cuyo vacío viste cada día sobre la cama. Ve la televisión, habla solo, pero habita un mundo paralelo al real, hecho a su medida. Es un hombre sordo y ciego ante el mundo real, como en el corto de Claude Lelouch y el de González Iñárritu, respectivamente. Existe ajeno a lo que le cuentan los medios; mira pero no observa, oye pero no escucha. Y eso no sólo le ocurre a él. Quizá nosotros no despertemos por la mañana y busquemos un vestido veraniego para dejarlo sobre la cama, como último recuerdo de un amor perdido. Pero pasan cientos de guerras, tragedias y mentiras ante nuestros ojos y nosotros miramos impasibles un mundo que parece sacado del más siniestro relato de ficción. Y el extremo de ese relato fue el 11 de septiembre.

Recuerdo que, cuando se estrenaron los cortos en el cine, muchos críticos tacharon los relatos de Penn y Lelouch de ’indignos con el resto de la obra’, y los acusaban de no ser políticos. Y esto hace que me cuestione la idea de que no hayan visto el trasfondo de un corto tan preciso en cada detalle, tan hermoso.

Pero se nos antoja una metáfora implícita en este corto, y tiene que ver con su desenlace. Cuando la primera torre cae y la luz entra en la casa del anciano, la planta florece y revela la tragedia, y creo que no hay una simple explicación literal en este hecho. Lo que Sean Penn intenta mostrar es que la caída de las torres va a dejar entrar la luz, la verdad, porque la manipulación de los medios y del gobierno tenía a los estadounidenses en la sombra. La planta que florece es el fruto de lo que la verdad supondrá. Pero aun así, la tragedia pervive, y es difícil de borrar. Desde mi punto de vista, Penn quiere expresar que la consecuencia de la política y el estilo de vida más patrióticamente americano pasa por una tragedia de tal magnitud y sufrimiento para hacer descubrir al pueblo estadounidense que la vida no es tan perfecta como ellos la quieren ver, desde ese trono en el que les hacen creer que están.

Los Estados Unidos están en la sombra; para Penn hizo falta un atentado terrorista para que vislumbraran un espacio de luz, en la que nos encontramos todos los que contemplamos como otro programa de televisión el espectáculo que se crea a su alrededor con guerras y honores estúpidos. Los atentados del 11 de septiembre hicieron que Estados Unidos se hiciera cargo de su realidad. El problema es que sólo fueron segundos, porque a continuación los altos cargos solamente supieron hacerse cargo del ’ojo por ojo, diente por diente’.

Quizá con otro director estadounidense hubiéramos tenido un retrato más cruento de la angustia del 11 de septiembre, una angustia que no tendría parangón con la de otros pueblos. Pero Sean Penn es un estadounidense peculiar y, gracias a ello, nos regala esta parábola  en la que la muerte de un ciudadano de los Estados Unidos no vale más que la de nadie. Si hay algún interés detrás de este corto, sería el de abrir los ojos a más de uno que, cegado por los medios y la política, vive en un mundo tan irreal como el del adorable protagonista. 

De todas formas, hay un tema de fondo detrás de todo esto, y es el papel que debe jugar el cineasta en el posicionamiento sobre temas políticos, en este caso, de alcance mundial. ¿Tienen ellos la autoridad para hacerlo? En mi opinión, sí. Yo no pido que me informen sobre el acontecimiento objetivamente. Como espectadora, y demandando de ellos su visión de los hechos como realizadores e intelectuales, tengo interés por conocer puntos de vista sobre un mismo asunto, que no son más o menos veraces; son opiniones. Un director es una persona con una visión de un hecho. Una visión que no pretenden absolutizar, sólo mostrar. Y más allá de la política, en un lugar más profundo, está la tragedia. Y eso es lo que permanece.

La mirada de David

La mirada de David

Como si fuera la de una escultura de Miguel Ángel, la mirada de David Strathairn nos engancha al carisma y la elegancia del periodista Edward R. Murrow en Goodnight, and good luck. Sólo con su fuerza, inquietante, bella, transmite la historia de un personaje que no necesita más explicaciones, aunque las queramos.

Aunque sobria, incluso monótona en ocasiones, la película se centra en dar testimonio de la irreverente caza de brujas del senador McCarthy sin apenas abandonar los estudios de la CBS. El relato puro y duro de los hechos sólo se ve interrumpido por las actuaciones de Dianne Reeves y ese jazz que aporta aún más clase, si cabe, a la apuesta de Clooney. Porque como ya demostró en su debut tras las cámaras, Confessions of a dangerous mind, el actor ha sabido recoger los frutos de su trabajo con los hermanos Coen o Steven Soderbergh, labrándose un carácter propio como narrador de imágenes. Y no lo hace nada, nada mal.

Incluso parece que, aunque ni lo desee, las interpretaciones en los films de Clooney brillan por sí mismas. Y digo que quizá ni lo desee porque en Goodnight, and good luck los personajes no son más que las marionetas de un discurso, las figuras destacadas que estuvieron en la primera línea de ese hecho histórico. Pocas cosas sabemos de los protagonistas de la película y, aunque lo echemos en falta, ni siquiera es relevante. Por eso la mirada de Murrow, como la del Moisés, como la del David, es tan importante. Porque es la prueba de que, tras el bloque de piedra, tras la impasibilidad de la imagen mediática, hay un alma, una furia que bulle por defender lo que parecía indefendible.

Ese oscuro objeto del deseo

Ese oscuro objeto del deseo

El cine nos tiene acostumbrados a un tipo de asesino frío, despiadado y calculador que siempre ha encontrado su mejor reflejo en ese Tom Ripley que en su día Patricia Highsmith creó. Y, aunque ya sea un viejo conocido, el que viene de la mano de Anthony Minghella es otro Ripley radicalmente opuesto, un pequeño infeliz que, presa de su arrepentimiento, sólo desearía poder borrarse a sí mismo.

El manido cliché de Ripley se reinventa ante nuestros ojos envuelto por los soleados paisajes de la dolce vita italiana. Una Italia, que como un personaje más, esconde unos secretos que poco a poco desean salir a la superficie, como la Madonna emergiendo del agua en un pequeño pueblo de la costa napolitana. Magnífico adaptador, Minghella cambia la pasión por los pinceles del Dickie Greenleaf de la novela de Highsmith por las seis canciones que éste sabe tocar con el saxofón. De esta forma, el jazz, excelente creador de atmósferas, se complementa con los hedonistas paisajes italianos como el escenario ideal para experimentar el deseo. Un deseo que se inscribe bajo el nombre de Dickie Greenleaf, un magnético Jude Law que, aunque eliminado tras la primera hora de metraje, no deja de revolotear en todo momento en la cabeza de Ripley, en nuestras cabezas. 

Y es que la avaricia que movía a los Ripleys anteriores se ve sustituida por el anhelo de este Ripley neonato por tantas y tantas cosas. Encaramado a la ventana de un mundo que ansía, pero del que se siente excluido, Ripley observa el lujo, el glamour, que se personifican en Dickie Greenleaf y Marge Sherwood. Y cuando la mentira está al alcance de su mano, no duda en cogerla para no quedar en evidencia, porque es más fácil fingir que admitir que lleva una chaqueta de Princeton prestada. Es por ello que el personaje interpretado por Matt Damon no es calculador, aunque sí ágil en sus decisiones, y si mata, y lo hace en tres ocasiones, no es de forma premeditada. Lo hace porque es la única manera de escapar de la vergüenza de ser un don nadie.

Por esa falta de frialdad han sido muchos los que han tirado piedras contra este nuevo Tom Ripley, muchos los que le han tachado de pelele y de homosexual confeso. Pero, fiel al espíritu de la novela, Minghella no ha caído en las papeletas fáciles y su personaje sigue siendo un ser complejo, que desea hasta el punto de no saber si quiere estar con Dickie Greenleaf o ser él. Ripley sólo busca amar y ser amado, cueste lo que cueste, y esquiva como puede los obstáculos del camino. Y en el deseo de Ripley no hay condición sexual. Su necesidad es tan radical que no le importa a quién ame o quién le ame; sólo trasciende el hecho, el triunfo de poseer ese sentimiento.

Y en la lucha por conseguir lo que más ansía, a Ripley siempre le quedará el miedo a destaparse como el tipo anodino que es de verdad. Así que cuando Dickie, en una barca en medio del Mediterráneo, le dice a la cara que ha percibido quién es, sabemos que no queda escapatoria. Y Ripley se ve abocado a matar para sobrevivir, porque en esa lucha sólo uno de los dos saldrá con vida –se antoja revelador el hecho de que el tema que abre la película se llame Lullaby for Cain, en clara alusión al episodio bíblico de Caín y Abel-. Y cuando le confunden con Dickie, la idea de suplantarlo llega a él por casualidad, como un juego en el que probó fortuna ya al principio de la película, y hace de Dickie el amigo que siempre quiso tener, la persona que quiso amar, el Dickie que le gustaría ser. El Ripley que no se odia a sí mismo.

De esta forma, Minghella sabe atrapar al espectador con maestría en la maraña que teje Ripley, logrando que sintamos pena por él, incluso con los crímenes que carga a sus espaldas. Maneja las sorpresas al más puro estilo hitchcockiano, hasta cuando creíamos que Ripley iba a zarpar hacia Grecia impune ante todos excepto Marge Sherwood. Y es que, al final del laberinto, Ripley se da de bruces con su propia trampa, con una realidad que le dice a gritos que nunca podrá dejar de ser él mismo.

Y cuando los espejos, los cientos de máscaras que Ripley ha intentado imponerse, se cierran para dejarlo solo ante sí mismo, El talento de Mr. Ripley se vuelve para nosotros un film rico, complejo y atrevido. Al final, sabemos que Ripley será castigado, pero no hace falta la justicia, ni real ni divina, para ello. Su castigo no es más que haberse aniquilado a sí mismo; ha aniquilado su oportunidad de amar y ser amado porque nunca más podrá ser su verdadero yo. Pero fue Ripley el que prefirió ser un falso alguien antes que un verdadero Don Nadie.

Tu vuo' fa l'americano

Tu vuo' fa l'americano

Por mucho que se quejara Renato Carosone de la americanización de su país, el western no iba a ser menos e Italia tuvo el privilegio de dinamitar los principios de las rectas películas del Oeste gracias a un director llamado Sergio Leone y a lo que se vino a llamar Spaghetti Western. Así que, admirador confeso de John Ford, Leone decidió abordar el género pero no para fotocopiarlo, sino para darle una nueva entidad, la de la visión de un italiano campando a sus anchas por los naranjas valles del Oeste americano.

Y en un Por un puñado de dólares lo importante para su personaje principal, Joe, es la pasta, pero no italiana, sino metálica: un tipo que se mueve, nada más y nada menos que por dinero, y que no duda en servirse de la rivalidad entre dos familias para conseguirlo, sacando tajada del conflicto entre ambas. Un desconocido Clint Eastwood que no se molesta en defender a un niño al que echan a patadas como hubieran hecho un John Wayne o un James Stewart. Así que, desde el principio, Sergio Leone nos está advirtiendo que estamos ante un nuevo tipo de cowboy. Su apariencia -el poncho mejicano, la falta de aseo, el cigarrillo enrollado por sus manos- no es más que una primera señal de que Leone está dando a luz a un nuevo estereotipo, el que más tarde llevará nombres como Harry el sucio en la misma piel de Clint Eastwood.

Pero no es sólo eso. Nos encontramos también ante una nueva puesta en escena que convierte a la cámara en una cazadora de miradas, sonidos y silencios, que no hacen más que acrecentar la tensión de la rivalidad, del duelo. Unas imágenes que, por descontado, sin la música magistral de Ennio Morricone no significarían lo mismo. Aunque, si hay algo indudable, es que Sergio Leone conoce muy bien las armas con las que cuenta y no duda en valerse de ellas para narrar su historia. Aprovecha las posibilidades del formato amplio, llegando a enmarcar varias acciones en una misma escena y jugando con puntos de vista nunca contemplados, como el de una pistola al apuntar. Y el mérito está en que la cámara no distrae; se convierte en nuestra mejor aliada para observar todo lo que acontece de la manera más participativa posible. Porque Leone no engaña: Por un puñado de dólares no pretende ser una moralina, no es más que entretenimiento puro y duro.

Y lo peculiar es que el entretenimiento de la película no viene dado por la historia, que no destaca por su originalidad, sino por la manera en que se saca partido de las herramientas para contarla. Parece inevitable sentir el peligro que se advierte en las miradas que Leone enmarca en planos cortos y cercanos, el dolor de una paliza, la ira de dos familias enfrentadas, y todo ello es fruto de una sabia dirección. En un pueblo en el que sólo hay dinero y muerte, como atestiguan varias frases lapidarias de la película, la cámara sabe hacerse un hueco para sacar de allí un espectáculo, el de un tipo sin escrúpulos que, como en una comedia clásica de enredos, malmete jugando a la confusión para dejar el pueblo, al menos, limpio del vil metal. Porque no es éste un western romántico o evocador, sino todo lo contrario: Leone saca a la luz toda la suciedad que el polvo del desierto americano deja en los cuerpos, las ropas y las almas de sus habitantes.

La suma de todos estos aspectos rompió con las convenciones de un género que, aunque no muerto, había sido abordado hasta la saciedad, y permitió a Europa dar su testimonio sobre la única mitología genuinamente americana. Después de Por un puñado de dólares el western nunca volvería a ser el mismo.

La memoria en las manos

La memoria en las manos

Dice el poema homónimo de Pedro Salinas:

Hoy son las manos la memoria.
El alma no se acuerda, está dolida
de tanto recordar. Pero en las manos
queda el recuerdo de lo que han tenido.
(...) También recuerdan ellas, mis manos,
haber tenido una cabeza amada entre sus palmas.
(...) Teniendo una cabeza así cogida
nada se sabe, nada,
sino que está el futuro decidiendo
o nuestra vida o nuestra muerte
tras esas pobres manos engañadas
por la hermosura de lo que sostienen.
Entre unas manos ciegas
que no pueden saber. Cuya fe única
está en ser buenas, en hacer caricias
sin casarse, por ver si así se ganan
cuando ya la cabeza amada vuelva
a vivir otra vez sobre sus hombros,
y parezca que nada les queda entre las palmas,
el triunfo de no estar nunca vacías.

Y es quizá el hecho de no tener el recuerdo entre sus manos lo que le ocurre a Ennis del Mar. Quizá hasta que no encuentra, escondida en el armario abandonado de la habitación de Jack, la camisa que perdió aquel último día en Brokeback Mountain, no llega a comprender que la memoria no es más que pasado y el pasado, en el presente, no es nada. Quizá por eso jura, por haber tardado en darse cuenta de que podía haber revivido los días en Brokeback en un lugar más allá de su cabeza. Quizá por eso su camisa abraza ahora en su armario la camisa vaquera con la que Jack limpió su sangre. Y le abraza en su interior por haberle negado la oportunidad de amarse más allá de esa Arcadia particular, más allá de sus propias fantasías irrealizadas. Puestos a ser infelices, puestos a morir asesinados por amor, ¿por qué no intentarlo? ¿Acaso no es aún más trágica la vida que le espera a Ennis, pegada su alma a un par de camisas y una postal en una caravana en medio de ninguna parte?

Y es que hay ciertas personas como Ennis que se quedan encerrados en una caravana, en un desván, o simplemente en sí mismos, creyendo que el hecho de repetir una y otra vez en sus cabezas los momentos más felices de su vida basta para ser feliz. Creyendo que, ante la imposibilidad de ser felices por causas tan injustas como ajenas a su amor, es mejor vivir en el recuerdo de algo que ni siquiera ha ocurrido. Pero ¿puede llegar la ficción a hacernos creer que somos felices? Fingimos vidas normales, sonrisas, estados de ánimo. ¿Podemos llegar a creer que fingiendo conseguiremos ser felices? No. Siempre nos quedará un armario que abrir, una camisa que mirar para sentir todo el dolor que experimentamos en algún lugar, en algún tiempo.

Últimamente me he preguntado a mí misma por qué necesito fotografías de todo. Me pasaría la vida fotografiando cada instante, cada paso que doy. No puedo soportar que sean efímeros, no puedo soportar no agarrar ese instante o ese paso y congelarlo cuanto quiera. Y el simple hecho de ver dos veces una película puede hacerte caer, de repente, en la cuenta de que no es más que eso, esa ansia de poseer la memoria en las manos, como decía Salinas, porque yo, como Ennis, como tantos otros, creo en el déja vu como sustento ante el miedo. Y aunque jure, como él, tantas y tantas veces, no hay manera de dejar ciertos recuerdos que se han pegado como el hielo de una montaña como Brokeback Mountain. Porque, mientras no inventen un remedio para el olvido a la venta en farmacias, ¿cómo dejar de amar? ¿Cómo dejar de recordar, de sentir? ¿Cómo olvidar cuando sólo queda una camisa o una foto de lo que amamos? Sólo el bucle en nuestras cabezas, la ficción de un recuerdo idealizado o de una memoria no vivida. Es lo único que queda para jurar, como Ennis, aquello que quiera que jure cuando acaba Brokeback Mountain.

El patio de mi casa... no es como los demás

El patio de mi casa... no es como los demás

Como el juego infantil de un niño que curiosea lo que hacen sus vecinos, L.B. Jeffries, fotógrafo de profesión, aprovecha su momentánea invalidez para dirigir su mirada a cada una de las ventanas que conforman su patio. Y lo que empieza como una mera distracción lo acaba convirtiendo en un obseso que, con la obcecación de ese mismo niño, asegura que su vecino ha matado a su esposa.

Desde otro patio, pero esta vez de butacas, nosotros curioseamos, como él, en su vida privada. Porque esta historia no es más que un pretexto, y no de Jeffries, sino del propio Alfred Hitchcock, para llevar a la pantalla una de sus mayores perversiones, la del voyeur, aquella persona que disfruta contemplando las actitudes íntimas de otros. Y como detrás de cualquier hijo de vecino, nunca mejor dicho, hay un mirón, ¿acaso no somos nosotros mismos unos voyeurs cuando vamos al cine?

Quizá ése sea el motivo principal por el que una película como La ventana indiscreta nos encadene a la butaca como Jeffries a su silla de ruedas. Vemos y escuchamos lo mismo que él, encerrados en un escenario que no varía pero que no provoca claustrofobia, gracias a esa cámara que se mueve como lo hacen nuestros ojos, con una ligereza que nos hace olvidar que estamos viendo lo que nos muestra una máquina. Y es la inmovilidad la que provoca, en gran parte, el suspense del que Hitchcock es el más grande de los magos: si Jeffries no se puede mover, nosotros tampoco, y la impotencia de sabernos presos en la habitación no hace más que disparar la adrenalina.

Nos perturban, además, los ruidos de los coches, las canciones y las palabras que fortuitamente se cuelan por la ventana, porque como Fritz Lang, Hitchcock sabe manejar con maestría el sonido que proviene de fuera de nuestro campo de visión. Así, nosotros mismos, por empatía o por necesidad, no hacemos otra cosa que lo que hace Jeffries: estar atentos a cada ruido, a cada movimiento, para desenmascarar lo que está ocurriendo.

Pero Hitchcock dota de una problemática personal al propio Jeffries, personalizada en la figura de Lisa Freemont, de la que nos enamoramos desde que aparece por primera vez al verla a través de los ojos del director inglés. Lisa, modelo y diseñadora acostumbrada a ambientes elegantes y sofisticados, enamorada de Jeffries, parece la antítesis de lo que éste busca en una mujer, y es lo que se dice a sí mismo cada día, pero con sólo mirar por la ventana, puede contemplar los diferentes tipos de mujeres en los que Lisa se podría convertir (una solterona, una bailarina adulada por cientos de hombres, una esposa harta de su marido…). La propia Lisa, de forma inteligente, aprovecha las sospechas sobre Thorvald para demostrar a Jeffries que puede ser más intrépida de lo que él cree, al menos en apariencia (como ilustra el cómico final en el que intercambia la guía sobre el Himalaya que fingía estar leyendo por la revista Bazaar).

Y es que, en La ventana indiscreta, todo está planeado al detalle. No sólo por el hecho de que Hitchcock hiciera construir una réplica de un patio de vecinos del neoyorquino Greenwich Village para controlar cámara, iluminación, sonido y actores. Algo que en principio nos puede parecer que justifica el ansia que Jeffries tiene por observar su vecindario, como es su profesión de fotógrafo, no está más que diciéndonos que es un hombre acostumbrado a mirar, no a actuar. Es por ello que se comporta como un observador pasivo de los hechos y, por ejemplo, cuando su prometida Lisa Freemont accede al apartamento del asesino y éste la descubre, Jeffries no hace más que taparse los oídos e intentar dejar de ser partícipe de lo que está ocurriendo. Y que no nos quepa la menor duda de que la excusa para no tratar de impedirlo no es que sea incapaz de moverse; si hubiera dispuesto de todas sus facultades, habría hecho exactamente lo mismo.

 Además, en la historia de un fotógrafo que curiosea la vida de sus vecinos, tan importante como él, nuestro anclaje en la historia, nuestro punto de vista, es lo que mira. Por ello, el montaje se convierte en un instrumento primordial para conducir al espectador y, como un Kulechov del suspense, Hitchcock maneja nuestras emociones gracias a un plano al que añadimos un contraplano con un significado concreto.

En definitiva, La ventana indiscreta, va más allá de ser una película sobre un mirón hecha por otro mirón para una panda de mirones. Pero su mayor encanto reside en eso, en hacernos sentir que, desde nuestra butaca, en el patio desde el que observamos sus personajes, no somos más que niños jugando a curiosear, adultos mirando retales de las vidas de otros.

El amor es el delito

El amor es el delito

Dick Bogarde, en sus memorias, calificaba la película Víctima como “valiente, atrevida y arriesgada”. Y es que en 1961, año en que Basil Dearden llevó al cine este guión que nadie quería dirigir, la homosexualidad estaba penada en el Reino Unido con la cárcel y, a su alrededor, se creó una mafia de chantajistas que vivían de amenazar a los homosexuales con delatar su condición. Una situación como ésta convierte a Víctima en una de las primeras películas en abordar la homosexualidad de una manera abierta y la primera en recoger la palabra homosexual en la gran pantalla.

Pero contextos y repercusiones aparte, Víctima nos muestra a un abogado reputado, Melville Farr, intentando vengar el suicidio cuasi provocado (por la presión) de su ex amante, Boy Barrett. Pero Farr no lo hace desde una posición heroica. Un héroe podría ser aquel que no se equivoca en el momento en el que no puede equivocarse. Y Farr se equivoca al ignorar a Barrett en el momento en el que necesitaba ayuda, en el momento en el que le pide ayuda, intentando egoístamente darle de lado tanto a él como a su propia homosexualidad. Así, lo que en principio empieza como una expiación de la culpa que Farr siente, acaba convirtiéndose en una lucha, casi idealista, por destapar los chantajes a los que son sometidos los homosexuales, a pesar de que vaya a costarle su propia carrera y reputación. Ése es el sacrificio que debe hacer para limpiar de su conciencia el suicidio de Boy Barrett y acabar con una cadena de delitos que evidencian los errores del código penal británico.

A pesar de ello, ésta no es una película de alegatos y panfletos. Dearden lo hubiera tenido en la palma de la mano dado que el personaje que interpreta Bogarde es un abogado. Bastaba con convertir el film en un desfile de juicios y monólogos, pero Dearden lo evita, hasta el punto de que omite el juicio que se celebra para desenmascarar el chantaje.

Otro punto a favor de Víctima es que no es una película de personajes maniqueos, otro recurso en el que podía haber caído con facilidad. Ni santifica a los gays ni convierte en malvados a los heterosexuales. Como en todo, hay buenos y malos. Y si no, sólo hace falta fijarse en el gay que colabora con los chantajistas huyendo del escarnio público o el secretario de Farr, que acepta con toda la naturalidad del mundo la homosexualidad del abogado. El único que se libra de esta doble moral que impregna a la sociedad y, por ende, a los personajes de la película, es la víctima que le da título, Boy Barrett, que se suicida para proteger del chantaje a su amado Melville Farr.

Además, Dearden deja caer de forma sutil e inteligente ciertas ideas que el espectador puede cazar al vuelo. El mayor ejemplo de ello sería ese pequeño movimiento de cámara que nos lleva de la imagen del extorsionador de los homosexuales a un cuadro del David de Miguel Ángel que cuelga de su habitación, haciéndonos intuir que, en el colmo de la hipocresía, el propio chantajista es homosexual. También en este punto cobran importancia los laberínticos interiores plagados de puertas por las que los personajes entran y salen, como metáfora de esos mundos interiores inundados por los secretos y la represión.

Es todo esto lo que hace de Víctima un film que habría que rescatar del olvido en el que ha caído, no sólo por las evidentes cuestiones que van ligadas a la película por su contexto, sino por la atrevida apuesta por llevar esta situación al cine de una manera elegante, revestida de toques de cine negro y drama psicológico y con vistas a plasmar de la forma más fidedigna posible una realidad que estaba en las calles de Londres, desde mucho antes de 1961.

Angustia vital

Angustia vital

Hay algo que separa a Umberto Domenico Ferrari del pseudónimo que Vittorio De Sica escogió para titular su película, Umberto D. Y ese algo es la dignidad, la idea de que con un nombre que parece emular al de un rey italiano desconocido podemos tomar a un personaje de una realidad uniformemente desdichada e individualizarlo, mostrando la historia de un hombre que lucha por no pasar de la pobreza a la vergüenza. Vergüenza ante todo de sí mismo.

Y es que, en Umberto D, la importancia del qué dirán es ínfima. De Sica parece atrapar el sentimiento de la época en una especie de falso documental sobre unas personas que intentan renacer, olvidar una guerra y luchar por una realidad más justa. Y no le importa pararse, con ellos, a reflexionar sobre los momentos que están viviendo, como una hormiga más que, desde la pared de la cocina, observa cómo María, la criada, pasa de moler el café a llorar como el que lo ha hecho muchas veces, por inercia. Pero el director italiano no se acerca a ellos desde la indignación, desde el punto de vista de un director que quiere mostrar los derechos que le están siendo negados a sus personajes. Lo hace provocando al espectador desde el sentimiento, que no sentimentalismo, para empatizar y compadecer a ese anciano jubilado al que sólo le queda la valiosa compañía de su perro, Flaik.

La prueba de que De Sica no cae en la exageración de lo sentimental es que muestra -o más bien intenta mostrar- las cosas tal y como son. Por ejemplo, en el momento en el que Umberto llama a la ambulancia, el director podría haber aprovechado la ocasión para crear una situación idónea para sacar el kleenex del bolsillo. Pero cualquier atisbo de falso drama se anula cuando es el propio Umberto el que, vestido con ese traje que denota que algún día fue alguien, se tumba en la camilla para que los enfermeros lo lleven al hospital.

Pero hay algo con lo que De Sica y su guionista habitual, Cesare Zavattini, parecieron no contar, y es que, cuando abocas al personaje a una angustia que da la impresión de no tener fin, ese efecto se traslada al espectador y se convierte en un arma de doble filo. Llega un momento del relato en el que muchos, entre los que me incluyo, desbordados no sólo por la angustia de la situación que envuelve a Umberto, sino por el modo en que De Sica nos la muestra, acaban deseando que Umberto acabe con su vida para librarse de ese horrible sentimiento. La historia va haciendo crecer unas expectativas que se rompen con ese happy end que poco tiene de happy: sabemos que, en cuanto acabe el juego entre Flaik y Umberto, todo volverá a ser como antes. Por ello, el final consigue un efecto que desmerece al resto y que no libera al que mira de esa angustia que se ha trasladado, como por arte de magia, desde Umberto hacia él.

Quizá en este final tenga mucho que ver el pensamiento cristiano que comparten tanto De Sica como Zavattini. Por todos es sabido que el suicidio es para la Iglesia católica una especie de falta de respeto a Dios como creador, así que esto parece justificar la decisión de que Umberto no acabe con su vida. Pero no logra que el espectador siga preguntándose: ¿por qué vivir una vida malvivida? Algo para lo que el cine no tiene respuesta. O quizá es eso lo que De Sica y Zavattini intentan, aportar su respuesta a esa pregunta: sólo la fuerza interior y la dignidad pueden luchar contra la adversidad de un mundo que no parece tener espacio para algunas personas como Umberto.

El hombre del Oeste

El hombre del Oeste

En la inmensidad de Monument Valley, un vaquero camina solitario. No vemos su rostro, pero sabemos quién es. En el imaginario colectivo, la figura del cowboy estará, por siempre jamás, asociada a un nombre: John Wayne. Él es el Zeus de esa mitología inventada por y para los americanos, la cual conocemos como western.

Pero en Centauros del desierto John Wayne no es el héroe. Lucha en la guerra, cabalga durante años y salva a la chica, pero John Ford nos deja claro que alguien tan arrogante, testarudo y, sobre todo, racista, como Ethan Edwards no merece ser considerado como tal. Y nos lo demuestra cerrándole la puerta, literalmente, en las narices. Porque el héroe recibe los vítores y alabanzas por el triunfo, pero Ethan no. Llegó solo y se irá solo.

Ford supedita la puesta en escena, la planificación, a su historia. Una historia que sigue una estructura circular: la bella imagen de Martha Edwards abriendo la puerta de su casa, al contraluz, para recibir a su cuñado, se repite al final, cuando la señora Jorgensen abre la puerta para recibir a la ya no tan pequeña Debbie. Pero hay otro círculo que quizá pueda pasar más desapercibido. El gesto cariñoso con el que Ethan solía coger en brazos a su sobrina le sirve, como una especie de déjà vu, para recordar los motivos que le impiden matarla.Otro punto fuerte del film es la fotografía, de la mano de Winton C. Hoch, que viene a evocar la belleza y grandiosidad del desierto americano por el que campan Ethan y Martin Pawley, hijo adoptivo de su hermano después de que el propio Ethan lo salvara de los indios cuando era un niño. Las panorámicas de la cámara de Ford remarcan la horizontalidad del paisaje, jugando incluso a colocar a héroes y villanos en diferentes términos del mismo plano.

Pero si en algo reside la maestría de John Ford en Centauros del desierto es en su forma de susurrar al espectador aspectos ocultos de la trama mediante pequeños detalles, pequeños gestos. Sólo con contemplar el modo en que Martha acaricia la capa de Ethan al sacarla del arcón somos capaces de intuir que entre ellos hay más que una relación de cuñados. La dulzura con la que Ethan la besa en la frente no hace más que confirmar nuestra teoría. Ford no muestra, sugiere, y es algo que el espectador agradece. La actitud de Ethan al encontrar a Martha o a Lucy muertas sirve para hacernos a la idea de la imagen desgarradora que ha contemplado, de la violencia con la que han sido asesinadas, de que su muerte sirva como combustible para encender aún más su odio por el pueblo indio. No hace falta sangre, sabemos qué ve porque lo hemos visto muchas veces.

Además, Ford se vale de una serie de objetos recurrentes a lo largo de la película, empezando por la ya citada capa y pasando por la muñeca de trapo o la medalla que Ethan regala a Debbie. Incluso una carta, la única que Martin envía a Laurie en cinco años de ausencia, sirve como excusa para narrar, de forma paralela, las penurias de la pareja Ethan-Martin durante su segunda partida en busca de Debbie.

Y es en la relación entre Ethan y Martin donde podríamos encontrar la mayor debilidad de Centauros del desierto, porque durante los años que pasan siguiendo el rastro de la pequeña, Ethan parece seguir teniendo los mismo prejuicios hacia Martin, e incluso le trata con la misma prepotencia que el primer día. ¿Acaso recorrer todo el desierto americano, sus silencios, su escasez, no es suficiente para que dos hombres se conozcan y establezcan una relación de mínima intimidad? Está claro que, de vez en cuando, Ford levanta la capa de Ethan y nos deja ver algún recoveco del aprecio que siente hacia Martin, pero no es suficiente. Cinco años dan para mucho. El acierto está en que, a pesar de que Ethan ridiculice a Martin por no tener familia o ser pobre, el espectador sabe que el personaje interpretado por John Wayne se lleva la peor parte: a diferencia de éste, Martin sí podrá formar una familia.

Así, con la historia de este perdedor, John Ford nos narra un relato en el que los héroes no son tan héroes y los villanos no son tan villanos; en el que, con un poco de atención, nos regala significados ocultos en gestos y actitudes; en el que muchos ven el culmen de ese género que conocemos como western.

Arte vs. industria

Arte vs. industria

Desde el tren que entraba veloz en la estación de Lyon hasta el último movimiento de la varita mágica de Harry Potter han sido muchos los apelativos que se han dirigido al cine, muchos los derroteros por los que se ha querido encauzarlo. Muchos los que han visto en él una fábrica de sueños; otros tantos, de billetes verdes. Pero haciendo caso a eso que Riccioto Canudo dijo sobre que el cine es el séptimo arte, son muchos los que han atentado contra esta concepción durante este siglo y una década de existencia. Y eso es lo que nos viene a mostrar Carles Benpar en este ensayo audiovisual en el que los cineastas derrotan por k.o. a los magnates.

El porqué de esta victoria está en la firme decisión de Benpar de mostrar sólo un lado del combate. Durante los cien minutos de proyección vemos desfilar a Stanley Donen, Milos Forman o Woody Allen, pero nuestra ansia de réplica en boca de un Ted Turner o cualquier otro titán de la televisión o la publicidad no se ve satisfecha en ningún momento. Benpar da sólo voz a aquellos que han sufrido en sus carnes el autoritarismo de un medio o magnate que se cree dueño de las obras que ellos crearon, como artistas, como autores. Pero entre tanta estrella y discurso memorizado, a veces da la impresión de que Cineastas contra magnates pretende ser, más que una reivindicación necesaria por parte de unos artistas, una bonita exposición de las caras conocidas que pueden conseguirse con un arduo esfuerzo de producción.

A pesar de ello, la virtud indiscutible de una pieza como Cineastas contra magnates es su capacidad para sacar a la palestra una serie de hechos que han vulnerado los derechos morales de tantos y tantos autores. Como dice Woody Allen en el film, a nadie se le ocurriría hacer manualidades con un Picasso alegando que lo ha comprado y le pertenece. Pero parece ser que, para la sociedad en general, esto no es lo mismo que colorear El halcón maltés o desvirtuar el formato de El hombre del Oeste. Benpar instruye aquí al espectador sobre unos acontecimientos que en su mayoría desconoce y que, seguramente, cambiarán su opinión sobre hechos que, con el tiempo, ha aceptado como convencionales. Pero quizá la forma en que lo hace no sea la más acertada. La decisión de colocar a una mujer florero como hilo de cohesión de las anécdotas que componen el film no parece resultar más que un gancho para cierto público que podría sucumbir ante lo denso de lo narrado o la excusa perfecta para que algunos directores disfruten con la presencia de su interlocutora. Además, el hecho de buscar acontecimientos en la historia de los tiempos que puedan ligarse a la trama del documental es en sí un acierto, pero verlos representados como un capítulo de Érase una vez el hombre no hace más que conseguir que el espectador se sienta tomado por un alumno de instituto. Y es que Benpar se olvida, en ocasiones, de que el público no necesita comer puré; sabe masticar él solito.

De todas formas, estos asuntos no quitan el mérito a Cineastas contra magnates, ya que hace una reivindicación cuanto menos necesaria sobre una manipulación de la que no sólo salen mal parados los creadores objeto de ella, sino también el espectador, que ni siquiera es consciente del engaño.

Y no todo acaba aquí. La duración del material al finalizar el rodaje excedía las tres horas, así que Benpar promete volver con una segunda parte, Cineastas en acción, centrada sobre todo en las denuncias y movilizaciones llevadas a cabo por los cineastas reivindicando sus derechos.